Crónica de The Kills: Una historia de amor
10 noviembre, 2016 6:38 pm Deja tus comentariosKafe Antzokia, Bilbao.
Es curioso que una sociedad que imponga modas tan absurdas como eso de visibilizar el género femenino en el lenguaje pase por alto el papel de las mujeres en el mundo de la música. Reconocer la labor de artistas tan transgresoras como Patti Smith o PJ Harvey que enterraron para siempre el estereotipo de la muñequita desvalida sobre un escenario y demostraron que en ese aspecto le pueden echar tantos huevos o más que cualquier tío. Si de verdad existiera coherencia en este mundo, debería reverenciarse a estas figuras como auténticas pioneras que hicieron añicos el famoso techo de cristal y luego encima le prendieron fuego.
Heredera de esta tradición de féminas tan macarras como ilustradas es sin duda Alison Mosshart, cantante, pintora, modelo ocasional y una de las dos mitades fundamentales del dúo The Kills. Bregada en el salvajismo en el grupo punk Discount, andaba de gira con estos últimos cuando en el piso de arriba donde se alojaba, un tipo tocaba la guitarra con tanta garra que no dudó en proponerle formar una banda.
Pese a que en un principio aquello pudiera parecer la propuesta de una chalada cualquiera, ella insistió y comenzaron a escribir música juntos, intercambiando ideas en la distancia hasta que Alison decidió mudarse a Londres. El asalto a los escenarios ya era un hecho, pero les faltaba un nombre adecuado, por lo que solventaron tal papeleta momentáneamente bajo los seudónimos “VV” y “Hotel”. Así fue un día de San Valentín del 2002 en un pequeño club del Soho en el que para tocar había que sacar la mitad del cuerpo por una terraza.
En la actualidad el nombre de The Kills no alude a una época concreta, pero evoca de inmediato rock del de sudar, ese que está al margen de postureos o de las camisetas que se venden en H&M. Y eso queda patente en directos tan apabullantes como el que debieron ofrecer en el Mad Cool del pasado junio, un efecto llamada que parece haberse repetido en Bilbao y Barcelona con sendos éxitos de convocatoria.
Ante un Kafe Antzokia hasta la bandera y plagado de guiris, calentó el ambiente Georgia, cantante, productora y multiinstrumentista a la que consideran la última sensación indie en Reino Unido. Con semejante presentación, esperábamos la típica artista de folk intimista que duerme hasta a las piedras, pero nos encontramos con una jarta que le pegaba con saña a la batería y cantaba también de manera muy competente. Tenía su punto ese synth-pop contemporáneo a lo Churches con destellos experimentales. Eso sí, la próxima vez que no salga a tocar en chándal. Un respeto, por favor.
Tal vez eso de vestirse con cierta dignidad pertenezca en exclusiva al ámbito del llamado rock independiente o alternativo, aunque debería ser algo obligatorio, por lo menos para los que opinamos que el mágico hecho de subirse a un escenario no sucede todos los días y un mínimo de decencia ya merece, lo contrario sería banalizar la música en sí misma. Fuera los cutres con pantuflas de andar por casa.
Esa concepción del espectáculo la comparten por completo tanto Alison Mosshart, que se tatuó la fecha del primer concierto de The Kills en la mano izquierda, como Jamie Hince, que aparte de estudiar para ser dramaturgo y casarse con la modelo Kate Moss, creció escuchando The Velvet Underground y siempre tuvo en mente esa idea del arte como un ente abstracto que debería englobar el máximo de disciplinas posible. Dos almas que se complementan a la perfección cuya conjunción desencadena una de las más intensas reacciones en la historia de la música.
Porque en realidad no pueden vivir el uno sin el otro y eso se aprecia en los besos paternales en la frente que se dan antes de cada actuación. Esa es la señal para que un perpetuo escalofrío recorra el cuerpo de Alison y se entregue a la concurrencia como pocas personas pueden hacerlo en el mundo, agitando su teñida cabellera y moviéndose como si un cable de alta tensión rozara su piel. Los fieles aullaban a cada gesto de esta divinidad de los escenarios cuyo culto se incrementa cada vez que alguien la observa de cerca.
No es que sea especialmente guapa, aunque su rostro puede llegar a enganchar, es verdad. Lejos de los tópicos, lo suyo es algo especial porque comprende un conjunto armonioso, desde las botas de plataforma a su espigada figura, una apariencia frágil que esconde una actitud apabullante, la de los escogidos que arden propulsados por una suerte de fuego interior que les quema y les impide estar quietos. Mira que hemos visto conciertos, pero en pocas ocasiones hemos presenciado un derroche semejante de energía. “A mí no me gustan las tías, pero me la follaría hasta yo”, dijo con total naturalidad la compi fotógrafa. “Eso da igual, mola todo en ella”, respondió un servidor hipnotizado intentando no perderse ni un segundo de aquel espectáculo sin parangón.
Marcaron el pistoletazo de salida con “Heart Of A Dog” y el frenesí siguió en una intensidad similar con “Hard Habit To Break”, con los punteos minimalistas pero efectivos de Hince antes de cristalizar en una de esas míticas poses con el micro a lo Jaggers y Richards que podrían provocar lágrimas a cualquier rockero. Porque esa es otra, ¿qué empeño existe en situar a esta banda en el espectro de lo indie cuando en las distancias cortas rezuman rock hasta la médula con un considerable poso stoniano, e incluso un macarrismo cercano al de New York Dolls? Escuchen “Impossible Tracks” y díganme que eso es indie, por favor.
Según ha constatado su soberbio reciente trabajo ‘Ash & Ice’, la vertiente post punk experimental de los primeros discos ha quedado un tanto sepultada en pos de la inmediatez, las agallas y la concepción de los bolos como un acto sexual. Esto es música para follar, admitámoslo sin rollos, habría que ser casi una hermanita de la caridad para no sentir una pulsión primaria en temas como “Bitter Fruit” o esos susurros de madrugada de “Echo Home” disparados a bocajarro al oído y en cuyas melodías vocales se asemejan a The Raveonettes, otro combo contemporáneo con tanta clase como ellos.
Alison bajaba las escaleras y cantaba a sus acólitos a la cara o lo mismo se apoyaba en un monitor para agitar la melena, pensábamos que en cualquier momento se lanzaría al público en la línea de otras ilustres chaladas como Juliette Lewis. Su compi, bastante más reservado en escena, no renunció tampoco a hacer el cabra al tratar de tocar la guitarra con el pie de micro al final del country crepuscular “Monkey 23”.
Regresó Alison en solitario enseguida para los bises con un “That Love” en el que brillaron esas cualidades vocales que ya han conquistado y requerido sus servicios gente como Placebo, Artic Monkeys o Jack White. Un pequeño respiro antes de desatar su lado macarra en “Siberian Nights”, donde fumó, pisó la colilla con estilazo y se colgó del micro como si fuera de plastilina antes de tirarse al suelo. La tía no paró ni un ápice en “Love Is A Deserter” y “Sour Cherry” y agradecimos infinitamente al Altísimo o a quién sea haber tenido la oportunidad de toparnos con este ser de otra galaxia.
Dicen que una de las claves del éxito de este dúo poseído por la electricidad es que nunca van a ser amantes. Lo describen como una especie de limbo en el que uno se puede acercar todo lo quiera sin peligro a quemarse y también resultar todo lo ofensivo que se desee sin dejar de ser amigos. Una relación idílica como la de Pigmalión y su musa, o la del lanzador de cuchillos que le salva la vida a una chica a punto de saltar de un puente. Una historia de amor puro de las que ya no quedan.
Texto: Alfredo Villaescusa
Fotos: Marina Rouan
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