Crónicas

The Bellrays en Bilbao: Revolución en la ciudad

«Todos los que pensaban que en verano las urbes se convierten en desolados páramos de hormigón experimentaron un notable baño de realidad con un recinto lleno hasta los topes. La revolución había llegado a la ciudad y eso no lo paraba ni una ola de calor ni Cristo bendito.»

1 julio 2022

Sala Azkena, Bilbao

Texto y fotos: Alfredo Villaescusa

Lo hemos dicho ya en repetidas ocasiones, pero es que no podemos dejar de repetirlo. Es una gozada acudir a un concierto donde sabes que el grupo sudará de verdad la camiseta hasta conseguir que los asistentes salgan del recinto con una sonrisa de oreja a oreja. Eliminado el factor de incertidumbre, la única incógnita posible consiste en saber en qué medida uno acabará satisfecho. La garantía más potente que existe de fidelización del personal. Seguro que más de uno repite.

Ese es el caso sin duda de los californianos The Bellrays, cuyas visitas a la península se marcan por los aficionados en rojo por su sobrada solvencia en las distancias cortas. Era evidente que tras el parón pandémico otro de los signos de recuperar la normalidad estaría en el regreso por estos lares de la banda de Lisa Kekaula y Bob Vennum. Y el ritual se cumplió según lo esperado.

Una nutrida multitud abarrotó la sala Azkena y demostró que la temporada de festivales no estaba en absoluto reñida con los bolos en recintos reducidos. El entusiasmo tampoco hacía aguas de ninguna manera, pues el griterío se desataba cuando algún componente se acercaba a la muchedumbre. El encanto de los recitales selectos.

Porque los que había allí eran aristocráticos a su manera, por lo menos por su concepto de entender la música, ajenos a esa leyenda urbana que dice que en verano las salas se vacían. Para nada. Eso se notó en cuanto The Bellrays irrumpieron en escena con “C’Mon”, “Mine All Mine” o “I Can’t Hide”, pistoletazos de salida para propulsar todavía más a un personal que ya venía motivado de casa.

La arrolladora presencia escénica y poderío vocal de Lisa Kekaula eran suficientes motivos para que la atención no se disipara. En un momento dado preguntó a ver si aquello era un concierto de rock y como no le convenció la respuesta dijo que sabía de sobra cómo debería sonar un viernes por la noche. “Infection” pudo ser un argumento inapelable, si es que había a estas alturas algún reticente.

“Junior High” mantuvo el subidón apelando a esa curiosa mezcla de soul y punk que quizá no tiene parangón en ninguna otra banda del mundo. Lo suyo lo mismo vale para montar pogo que para bailotear, como hicieron una pelirroja alocada y otra chica con pintas de hippie. Por si no hubiera ya un fiestón considerable montado, Lisa se metió en medio del público y se desató el delirio, alguno hasta amagó con una conga.

Legaron además estampas míticas, como cuando se arrodillaron para recibir un solo de bajo. Los excesos instrumentales casi siempre suelen cortar el rollo, aunque en esta ocasión los norteamericanos llevaban tal marcha encima que apenas se notó el parón.

“Perfect” certificó el inmaculado chorro vocal de Lisa, impecable de principio a fin. Y “Man Enough” pisó de igual manera el acelerador evocando en una suerte de balanza tanto el protopunk de The Stooges como el soul de la Motown. Menú equilibrado a tope. Para rebañar a fondo.

“Never Let a Woman” supuso otra meta importante, con la peña alzando cuernos mientras Lisa cantaba, mientras que “Now” funcionó a modo de interludio por su atmósfera psicodélica. A estas alturas, poco quedaría ya de su show, pues sus recitales nunca destacaron por su extensión, según lo que podemos recordar. Todavía habría oportunidad de echar el resto con “Love and Hard Times”, soul a la vieja usanza con clase a paladas.

Lo bueno de The Bellrays es que nunca se tornan lineales, porque pasan de un extremo a otro. Si antes evocaban sonidos reposados, “Black Lightning” era pura adrenalina casi punk, al que no se le mueva ni una ceja con este derroche de energía, mejor que se compruebe el pulso.

A veces hay que enfatizar las cosas para que entren bien en la mollera y si Lisa recalcaba que aquello era “un concierto de rock” no era por resultar pesada, sino a modo de reivindicación. Ya hemos visto otras veces bolos de gente que se proclaman rockeros, pero su actitud dista mucho de las convenciones fundamentales del género. ¿Cómo se puede uno identificar con esta palabra y luego oficiar como si uno fuera un funcionario gris en su rutinario lugar de trabajo?

La puntilla a un bolo apabullante llegó en los bises con “Revolution Get Down”, una suerte de ritual para terminar de meter la fiesta en el cuerpo a cada uno de los presentes, con Lisa señalando uno a uno. Y la acelerada  “Startime”, si no me equivoco, condensó las principales características del sonido de los californianos, con arrebatos guitarreros y otros momentos que podrían evocar cualquier iglesia del Bronx de las películas.

Todos los que pensaban que en verano las urbes se convierten en desolados páramos de hormigón experimentaron un notable baño de realidad con un recinto lleno hasta los topes. La revolución había llegado a la ciudad y eso no lo paraba ni una ola de calor ni Cristo bendito. Un huracán indomable.

Alfredo Villaescusa
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