Los códigos han cambiado. Aunque siempre ha habido tramposos en la industria, los pregrabados hacían acto de presencia disimuladamente. Muchas veces eran complementos logísticos dirigidos a eliminar las limitaciones de una producción compleja o a lograr que los números al final de la gira siguieran en verde. Lo cierto es que no tiene mucho sentido llevarte una orquesta sinfónica solo para poder usarla en “Bittersweet Symphony” si eres The Verve.
Poco a poco, los códigos han ido variando. Mientras que en el ámbito más experimental The Knife jugaba con los límites de lo que debía ser una actuación en directo, muchas estrellas del pop han ido prescindiendo de instrumentistas reales, inspiradas en la estética televisada de principios del milenio, en la influencia del mundo del hip hop o en un implacable culto a la personalidad. Incluso en aquellas ocasiones en las que el artista ha apostado por instrumentistas, como Rosalía, ha solido ocultarlos en el backstage y solo mostrarlos a modo de curiosidad en ciertos momentos del show.
Estos conceptos pueden ser objeto de debate en unos géneros musicales frecuentemente más centrados en la canción y no tanto en la interpretación. ¿Pero los aceptaríamos del mismo modo en la música de guitarras? ¿Os parecería bien que los instrumentos siguieran sonando aun con los integrantes de la banda dando palmas? O, por ejemplo, ¿sentiríais bien si aquellos elementos basados en teclados, integrales a la propuesta del grupo, fueran lanzados directamente desde la mesa de sonido? Yo expongo casos, y vosotros me dais vuestra opinión, venga.

Podemos empezar con DeathbyRomy, la interesante y jovencísima artista de Los Ángeles, que se subió sobre las tablas de la sala Wagon mientras sonaba una oscura versión de “California Dreaming”, una reimaginación de la canción que podría juntar el rollo de Lana del Rey con la oscuridad ambiental de algunos temas de Marilyn Manson. Secundada por Jayden Hammer a la guitarra y Cheska Zaide al bajo, comenzaron entre gravísimos problemas de sonido tras más de media hora de retraso.
Con su segundo corte, “XXXhibitionist” empezaron a desplegar un mix entre metalcore y metal industrial sostenido por unas melodías vocales eminentemente pop. Sin embargo, llega el estribillo y las tres músicas dejan de tocar sus instrumentos al crear con sus brazos las “X” citadas en el tema. Sorprendentemente, las guitarras y bajos siguen sonando igual de nítidas que antes.
En ese momento, mi forma de entender el concierto pasa a ser distinta. Ya no me sorprende tanto la actitud de Jayden marcándose un solo desde el suelo en “I Kill Everything”, los adictivos ambientes opresivos de “City of Angels” o la redefinición de los límites del metal y del pop en “Little Dreamer”, posiblemente lo que Halsey quiso construir con Nine Inch Nails y no pudo lograr. Solo le daba vueltas al mismo tema: ¿pero ahora están tocando? ¿Qué parte es pregrabado? ¿Un karaoke puede ser tan valioso como un concierto?

Y es que no fue la única vez. En “Hellhound”, uno de los momentos cumbre de su concierto, la guitarra seguía de fondo mientras que la guitarrista se repartía las labores vocales con Romy, entregada a animar al respetable y defender su propuesta. El público, mayoritariamente estático y únicamente animado con consignas como “Fuck Donald Trump, Fuck Putin and Free Palestine” (solo faltó reclamar ayudas para los nenes de África), aplaudía entre canciones y se mantenía quieto durante su ejecución. El final con “No Mercy” y “Pray to Me”, en la que Romy representaba a Jesús con los brazos extendidos acompañando la letra del tema, elevó ligeramente los ánimos. ¿Habría cambiado la percepción del público si la fidelidad en la parte instrumental hubiera sido total? Es difícil saberlo.
El caso de Enter Shikari es ligeramente diferente. En su primera actuación en la capital fuera del marco de un festival desde 2014, sí que apostó por la guitarra de Rory Clewlow y el bajo de Chris Batten: aquí no cabe duda de que lo que sonaba por la PA provenía de sus instrumentos. Desde lo alto de su batería, Rob Rolfe se encargó de marcar disciplinadamente el ritmo, mientras que el carismático Rou Reynolds, recordemos, multiinstrumentista, apenas se lanzó a tocar el sintetizador en el riff principal de “Juggernauts”, ejerciendo como maestro de ceremonias.
Sin embargo, la propuesta del combo británico abarca mucho más de estos instrumentos. Baluartes de lo suyo (unir guitarrazos adictivos, estribillos memorables, electrónica catártica y un mensaje profundamente político), basaron su propuesta en Madrid en una gran medida en las cuidadas proyecciones de su espectacular juego de pantallas (posiblemente la razón que produjo el retraso en el inicio de los bolos y el motivo por el que el show estuvo a punto de “no producirse”, en palabras de Rou) y el lanzamiento de bases electrónicas.

Bases que, como vosotros, fanses, sabéis de sobra, no son complementos de los temas, sino partes centrales. Viniendo del shock que me supuso la actuación de Romy, no pude evitar extender mis ralladas a esta actuación. ¿Hasta qué punto es comprensible que casi todo lo sintetizado, salvo un par de bajos de teclados tocados por Chris y algunas percusiones lanzadas desde el pad de Rob, provengan de un play? Una banda de la talla y la proyección de Enter Shikari, que apuesta por un juego de luces espectacular y con más de 25 años de trayectoria y millones de fans en todo el mundo, ¿acaso no puede invertir en tres casiotones? ¡Pero si hasta Nacho Cano le adelantaba en esto!
Al público no creo que le importara mucho lo que estoy comentando. Lo dieron todo desde la cuenta atrás que introdujo “Bloodshot”, que ya dejó entrever que los remixes podrían caer constantemente recordándonos lo divertidos que son en formato Shikari Sound System. “{ The Dreamer's Hotel }” dividió al foso entre bailones y pogueros, y yo que lo celebro: en su música hay espacio para todos.
Tras jugar con el público como coro afinando en sol y en mi, los pogos se multiplicaron en el alegato a favor de la sanidad pública de “Anaesthetist”, para después volver a su lado punk pop electrónico más brillante y adictivo en “Live Outside”, con la gente dejándose la voz después de que Rou les cediera, en altura, la palabra. Tras preguntarnos si estábamos sudando (obvio), el triplete de “satellites* *”, “THE GREAT UNKNOWN” y “Juggernauts” evidenció su capacidad para seguir regalando himnos y melodías a lo largo de toda su trayectoria. Todas encajan, todas suenan brillantes, agresivas y, ante todo, divertidas: sabes que detrás de un breakdown habrá el “nanana” más absurdamente pop… y estarás dentrísimo.

Faltó la intro de informativos para “Arguing With Thermometers”, posiblemente una de sus mejores descargas, pero es que no hubo tiempo para el descanso. En cuanto nos quisimos dar cuenta, cayeron “Destabilise” y una memorable “Sssnakepit”, una auténtica rave en la que se formó el mayor mosh pit, Chris Batten dejó ser tomado en volandas por la audiencia mientras rompía el estribillo y Rou llegó hasta el fondo de la sala para cantar desde la pista. “En estos momentos es cuando pienso que este sentimiento de amor y comunidad que hemos vivido puede dar esperanza a la humanidad”, comentó al término de la canción.
“Jailbreak”, con las luces simulando barrotes, y “Rabble Rouser”, de nuevo recordándonos a la electrónica que sonaría en “Skins”, anticiparon el momento de mayor euforia de la noche: “Havoc B” y su materialización en forma de “Sorry, You’re Not a Winner”, una auténtica locura, tan festiva como catártica, que contó con un fragmento remixeado (posiblemente el de Pendulum, pero no pongo la mano en el fuego).
Quizá este debería haber sido el final del concierto, pero qué sabré yo. Me resultó anticlimática la decisión de retirarse brevemente sobre las tablas tras interpretar “The Last Garrison” para regresar apenas un par de minutos después por todo lo alto con “…Meltdown”. La montaña rusa llegó a su fin con “A Kiss for the Whole World x” de su homómino último álbum. Les honra apostar por su más reciente LP, pero sabiendo las que se dejaban en el tintero… ¡Sensación agridulce!
Cuando acabó el bolo, según regresaba a casa, me volví a acordar de la cuestión de lo que es real y lo que no; de cómo me preocupó al principio del concierto que todas las pistas electrónicas vinieran tiradas desde mesa, y de cómo a mitad del concierto ya me había olvidado por completo de este tema.
¿El valor de un concierto depende del valor de sus interpretaciones? ¿De la calidad de las canciones? ¿De la emoción que te transmita? ¿La catarsis que provoca reencontrarte con una banda que te ha acompañado durante tantos años puede compensar las pistas pregrabadas? Y es más… ¿el pop tuvo razón todo este tiempo? Cuando vuelva Enter Shikari (¿será de nuevo con una gira de cuatro fechas?), esperamos que en menos de 10 años, os doy mis conclusiones.
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