MARK LANEGAN: EL AURA MALDITA
28 marzo, 2012 12:04 pm Deja tus comentarios
Kafe Antzoki, Bilbao
A uno siempre le cayeron simpáticos los llamados artistas malditos, esos incomprendidos que iban arrastrando sus penas con dignidad de un lugar a otro y que encontraban en el arte en sí mismo la única manera de desahogarse y exorcizar sus males. Desde Baudelaire hasta Johnny Thunders existe una inmensa cohorte de parias creadores de un estereotipo reconocible al instante y que paradójicamente con su actitud altanera y esquiva han insuflado un halo de misterio al simple ejercicio de tocar música.
Mark Lanegan sin duda pertenece a esa estirpe inmortal. Carne de calabozo desde la más tierna adolescencia y víctima de múltiples adiciones, pudo conocer el éxito en la época dorada del grunge junto a Screaming Trees, al igual que sus contemporáneos Nirvana y Pearl Jam. Pero la suerte le rozó de lado y le reservó un lugar entre los insignes músicos de culto con una trayectoria en solitario plagada de colaboraciones (Queens of the Stone Age o el interesante proyecto Soulsavers, entre otros), cuya leyenda no ha hecho sino aumentar.
Dadas sus peculiares circunstancias, la impresionante gesta de lograr agotar las entradas en el Kafe Antzoki bilbaíno cobra más valor si cabe. Porque lo suyo no se trata de tonadillas pegajosas que entren a la primera escucha, sino de música que rehúye como alma que lleva el diablo cualquier atisbo de comercialidad, es más bien farragosa y siniestra, e incluso con un matiz hiriente como el carácter huraño de su compositor.
En consonancia con el espíritu imperante en la velada, los belgas Creature With The Atom Brain ofrecieron el acompañamiento perfecto para rumiar la desesperación con un cantante en la estela de Kurt Cobain que parecía que se quisiera suicidar mañana. Su rollo virtuoso con riffs a lo Black Sabbath a veces se antojaba un tanto indigesto para esas horas, pero la compenetración total del trío lo compensaba con creces. Justo cuando les pillábamos el tranquillo con “Transylvania”, un tema de querencia post-punk con ritmos repetitivos y líneas de bajo muy marcadas a lo Joy Division, se les agotó el tiempo. Vaya por Dios.
Hay gestos que en una persona lo resumen todo y Mark Lanegan entra de lleno en esta categoría. Irrumpió en escena cabizbajo y con gesto desafiante de maltratado por la vida, ni un hola, qué tal, ni nada de eso, no lo esperábamos tampoco, pues eso desmontaría tal vez su aura maldita. Acompañado de una estética tenebrosa, con el escenario sumido en plena oscuridad a excepción de un par de focos rojos, arrancó pesaroso con “The Gravedigger’s Song”, primer corte de su último álbum ‘Blues Funeral’.
La banda a su vera desempeñaba un rol similar a los Bad Seeds de Nick Cave, de hecho, uno de los guitarras que le acompañaban hasta se daba cierto aire a Blixa Bargeld. Ahí estaban para apoyar al artista sin estridencias y sin entrometerse en su numerito, evitando que el foco de atención se desviara lo más mínimo. Quedaba fuera de discusión quién debía ser el protagonista principal.
Muy metido en su papel, Lanegan entonaba con la solemnidad de un Leonard Cohen o nos raspaba cual aguarrás recordando a Tom Waits, otro de los grandes del género. Cobró pleno sentido esa afirmación que describe su voz “áspera como una barba de tres días y suave como una gamuza de terciopelo”. Y es que sus tonos graves acongojan igual que un profeta anunciando el Apocalipsis y nos muestran un paisaje desolador con escasos espacios para la esperanza al preguntarse a sí mismo si el amor es una buena medicina.
Nos siguió guiando a lo más profundo de la caverna con “Gray Goes Black” y unos punteos que entusiasmarían a cualquier fan del rock gótico. Después de escuchar semejante voz cavernosa cualquier otro intento de aproximarse a la oscuridad se antoja un juego de niños.
Concatenando unos temas con otros, el genio de vez en cuando mascullaba un thank you de mala gana al estilo Dylan mientras desgranaba un repertorio para entendidos en la materia, sin presentaciones ni concesiones de ningún tipo. A lo sumo, el “Crawlspace” de Screaming Trees, la banda de la que fuera líder, que se engarzó perfectamente con sus buenas dosis de pesimismo y un final bastante abrupto.
“Quiver Syndrome” introdujo la vertiente más puramente rockera de la velada, con ese sonido deudor de Josh Homme y compañía que contrasta con unos coros a lo “Bohemian Like You” de The Dandy Warhols o el “Sympathy For The Devil” de los Stones, si nos ponemos más genéricos. Un manto electrónico nos cubrió por contra en “Ode To Sad Disco” y le acercó a la ampulosidad delicada de unos Muse.
Y no podría faltar ese quizás velado homenaje a los padres del blues “Bleeding Muddy Water”, con una imaginería de espantapájaros y aguas cenagosas que nos va sumergiendo en el barro a medida que avanzan los arrastrados acordes. Palabras repetidas como mantras de forma incesante sirvieron para que el ex Screaming Trees se pirara con la misma parsimonia con la que entró. Por fortuna, tuvo el detalle de volver con la precisión de un autómata para los bises de rigor y algún forzado thank you, poca empatía mostró el hombre a lo largo de la noche, pero en un concierto de este palo así debe ser, para las brasas inaguantables ya hay otros lugares más adecuados. “Methamphetamine Blues” finalmente lo coronó como maestro de la desolación y de las atmosferas tenues y sobrecargadas.
No sé hasta qué punto su pose es real o fingida, pero si meramente se limita a hacer un papel está claro que lo borda. No existen en la actualidad muchos artistas de su calibre que vivan tan al límite ese personaje atormentado. Su aura maldita descendió hasta el mismo infierno de la mano de Nick Cave. La voz de los desesperados.
Texto y foto: Alfredo Villaescusa
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