Crónica de The Winery Dogs: Casi ángeles

10 febrero, 2016 6:58 pm Publicado por  Deja tus comentarios

Kafe Antzokia, Bilbao.

Existen varios tipos de incontinencia. Están los que no pueden dejar de hablar y siguen con su raca raca particular sin importarles que su interlocutor haya desconectado hace tiempo y se encuentre ya en otra dimensión a miles de eones de distancia. Otros le dan al vicio: tabaco, bebida, droga, mujeres…Cada cual se engancha a lo que quiere y deja que le destruya poco a poco, como bien aconsejaba el gurú Charles Bukowski.

Hay algunos músicos empero que tienen adicciones bastante más sanas, como puede ser el virtuosismo indiscriminado, una inevitable pulsión que obliga a añadir filigranas a casi cualquier tema. Una forma de marcar paquete y decir a la audiencia “¡Chitón, que estoy aquí!”. Todos callados para que el genio se entregue a un encendido onanismo hasta culminar en un orgasmo de ego. Un síndrome similar tal vez sufre el supergrupo The Winery Dogs, compuesto a la sazón por el coloso bajista Billy Sheehan (Mr. Big), el pluriempleado baterista Mike Portnoy, que muchos todavía siguen recordando por su paso por Dream Theater, y el elegante ex Poison Richie Kotzen, con una más que prolífica carrera en solitario. Una coalición de talentos en la que intentaron contener florituras y centrarse en un sonido clásico que va desde Led Zeppelin o Cream hasta Soungarden o Alice In Chains, en palabras del mentor Portnoy.

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Pero a veces resulta misión imposible poner diques a la propia naturaleza del individuo, del mismo modo en que el escorpión picará a la rana por mucho que este aseguré que no lo hará. Algo que seguramente sabría de sobra la multitud que reventó el Kafe Antzokia bilbaíno a principios de semana. Un respetable variopinto, con reseñable presencia de féminas de todas las edades y esa notable representación de pureteo macho que incita a imaginar reuniones de nostálgicos del PCE.

Por motivos laborales, bueno y que en la web ponía que el bolo empezaba a las 21.00, nos perdimos gran parte de la actuación de los prometedores hardrockeros británicos Inglorious. Una pena porque lo ínfimo que catamos de ellos nos permitió apreciar a uno de esos cantantes con poso añejo, de los que se te suben a la cabeza como un vinito en condiciones. Desde cerca de la barra el volumen se antojaba un tanto ridículo, pero incluso en esas circunstancias ya llamaron la atención. Para seguirles la pista.

Tras una intro de regusto funky, el triunvirato de The Winery Dogs mostró de primeras su dominio absoluto con Billy Sheehan recorriendo el mástil de arriba abajo antes de arrancarse con la trallera “Oblivion”. Parecen encantados de haberse conocido, son como tres tías que están muy buenas y además lo saben, por lo que no dudan en exhibir sus portentos para meterse a la concurrencia en el bolsillo. Era inevitable no quedarse ahí de piedra mirándoles como si fueran despampanantes supermodelos o legendarios mitos eróticos mientras se explayaban a gusto cada uno en su instrumento.

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Mike Portnoy recibió el trofeo del Rockferéndum a Mejor Batería Internacional

Apenas pegas se les podrían sacar desde cualquier punto de vista, la voz de Kotzen se elevaba sin problemas ayudado por los indispensables coros de Sheehan y el micro abatible de Portnoy que aparecía y desaparecía a voluntad. El ex Dream Theater asumió el rol de maestro de ceremonias y espoleó al personal antes de la marchosa “Hot Streak”. Quizás me sobrarían algunos gestos excesivos típicos de estrellita del rock, como eso de señalar con el dedo índice en plan Julio Iglesias o esa exigencia de prohibir en el recinto los vasos de cristal, algo digno de divos rarunos tipo John Cale.

Pese a que se esforzaron por contener el ombliguismo, el instinto escorpión les podía, aunque eso no impidió para que se marcasen temazos directos del calibre de “How Long” o “Time Machine” en las que recordaban a unos renacidos Mr. Big contemporáneos. Lejos de tirar de tópicos, el ambiente se acercaba al de la charla de un prestigioso conferenciante, todo el mundo absorto en las divagaciones del trío de colosos, daba igual que cambiaran de tercio de improvisto, la multitud seguía a la pelotita como en un partido de tenis. Sin pestañear.

El carismático Portnoy anticipó una “atmosfera mágica” para “Empire” y Kotzen no pudo evitar enredarse con un solo al final. Lo cierto es que el voceras llevaba unos curiosos ropajes que le daban un punto místico, esotérico, así como de avistar OVNIS, pero decidió ponerse romántico y quedarse de solanas para un emocionante “Fire”. Y en esta onda reincidió con “Think It Over”, otro corte de aire relajado con cierta reminiscencia al “With A Little Help From My Friends” en versión del siempre recordado Joe Cocker.

Por supuesto que hubo solo de Mike Portnoy, en caso contrario, se suspendería el concierto, nótese la ironía, aunque la verdad es que no nos pareció tan espectacular como el último que le vimos en compañía de los progresivos Bigelf. Lo único destacable que hizo fue salir de su habitáculo para aporrear y bendecir con las baquetas cada rincón del escenario, monitores, miembros de seguridad y hasta el bajo de Sheehan, que lo colocó como si fuera una bandeja mientras le miraba con estupefacción.

Cascarse poco después un solo de bajo, en el que Billy evocó “El vuelo del moscardón” de Rimski-Kórsakov, podría calificarse como un exceso desde cualquier prisma. Por fortuna, la masturbación no duró demasiado y regresaron con honores para “I’m No Angel”, una de sus piezas más redondas en la que certificaron su inmenso poderío en directo, que enfilaron con “Elevate”, para precisamente emprender el vuelo hacia el infinito. Hasta Portnoy se subió encima de la batería, no decimos más.

Volvieron para los bises con la inefable clase de Richie Kotzen al piano entonando “Regret” a lo Sam Cooke y se despidieron con la electricidad de “Desire”, que alargaron para juguetear con el público y en cuyo estribillo Sheehan amagó con el “Light My Fire” de The Doors, antes de que Kotzen se desatara de nuevo a las seis cuerdas y Portnoy cerrara la función aporreando timbales con su taburete. Un epílogo desenfrenado.

Un recital de bandera, no cabe duda, aunque a veces cuando se liaban la manta a la cabeza daban ganas de espetarles: “Bajad un poco el pistón, guapitos”. Tenían el poder de atraer en escena tantas miradas como los ángeles de una popular marca de lencería. O casi.

Texto: Alfredo Villaescusa
Fotos: Cristina Mosquera

 

 

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Esta entrada fue escrita por Redacción

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