Crónicas

Capitán Cobarde: Sonrisas, rock y honestidad

«Uno de los artistas más creíbles de nuestro panorama puso el acento en su faceta más rockera e inundó con su alegría a cientos de personas»

1 diciembre 2017

Sala Nazca, Madrid

Texto: Jason Cenador. Fotos: Alejandro García

Volver a Madrid siempre es motivo de sonrisa para un artista que siempre la tiene en la boca y, lo mejor de todo, que sabe transmitirla y compartirla con los cada vez más acólitos que ha ido reuniendo en torno a una propuesta musical en continua evolución pero con una esencia y actitud incólumes.

De hecho, para esta gira que recaló en la Sala Nazca de Madrid el pasado fin de semana, el artista sevillano ha querido realizar un ejercicio de memoria, o quizás de rendición ante ese bichillo más rockero que siempre merodea por su ecléctico imaginario musical, y ha configurado un show más eléctrico y aguerrido, inclinándose más al sonido de sus primeras obras que al folk americano que adquiría su máximo protagonismo en el último disco, un ‘Carretera vieja’ que también tuvo su merecida cuota de representación.

El éxito de asistencia era palmario cuando los primeros acordes comenzaron a sonar sobre el escenario, nada menos que los de la fenomenal “La persiana”, una de las canciones más responsables del ascenso meteórico de este artista feliz sobre el escenario, devoto a su arte y familiar con los suyos. En los terrenos en los que se mueve, la personalidad es una prolongación del músico, y su cercanía y su autenticidad cada vez que se dirige a los suyos no hacen sino dotar de más credibilidad a todo cuando encierran sus cotidianas y expresivas líricas. Su carisma en escena también es intachable, casi magnético, y para ejercerlo tiene en su sombrero un curioso aliado. Se lo quitó y se lo volvió a poner en alguna ocasión durante el show, y en más de una ocasión acabó en el piso tras el fragor de algunos pasajes enérgicos.

“Madrid, gloria bendita como siempre”, elogió el Capitán Cobarde, que recordó cómo empezó en la ciudad ofreciendo un concierto en la Sala Hebe con tan solo 18 años, en aquella inolvidable época en la que todavía era conocido como Albertucho. Muchos no podemos evitar aludir a él de esa manera, aun cuando su actual nomenclatura adquirió más vigencia con “El marinero”, una pieza más próxima al folk americano que robustecieron para la ocasión. La jugada salió redonda, y la gente se dejó la garganta en su vivaz estribillo. Fue sucedida por “El buen villano”, destacada de su última obra y que trae consigo una moraleja que el propio Alberto se encargó de insinuar: “Me gusta más El Joker que Batman”. Antes, por cierto, había sonado también “Aire”, una de las mejores canciones de ‘Carretera vieja’, con un regustillo flamenco excelentemente encajado en sus vientos de folk rock americano.

En la florida y alegre “La primavera”, la armónica salió a relucir con un frontman sembrado que dijo ponérsela “al pescuezo” y se hizo acompañar del dúo Mi Hermano y Yo. La diversión estaba tanto encima como bajo las tablas, y la alegría flotaba en el aire. La música como válvula de escape, como inmersión y desahogo. Como laboratorio de sonrisas.

“Muertecito estoy de ganas”, cuyo juego de palabras para introducirla era obvio, precedió a “Sucedió”, con la que retornaron por los fueros country del último álbum y para la que el fabuloso guitarrista que acompañaba a Alberto y ponía siempre la guitarra eléctrica – dado que la suya es siempre la acústica – desenfundó la viola. La familia carnal del artista entró de lleno en juego en el momento de acometer “Tiene que haber de tó”, introducida con alusiones al mundo interior de su padre, siempre con el sentido del humor y ese irresistible desenfado andaluz por bandera.

Si algo caracteriza al Capitán Cobarde es su eclecticismo sonoro, que le permite abordar con la misma solvencia un rock más visceral con reminiscencias andaluzas, un folk americano o un blues con pinceladas country. Ese último es el caso de “En el ángulo muerto”, que nos arropó en una balsa que bien podría navegar por el delta del Misisipi. El capitán, eso sí, tiene un bonito acento andaluz, y se echa a la cubierta cuando el solo desborda, revolcándose por el suelo con su guitarra acústica mientras su compañero se luce a las seis cuerdas. “Me toca los cojones que esta canción sea tan buena porque no es mía”, comentó Alberto, puesto que el tema es original de José Ignacio Lapido, líder de los granadinos 091.

Tocó ponerse serio antes de emprender “Una flor”, canción profunda y sentida en la que habla de la experiencia de su tía durante la Guerra Civil, cuando como tantas personas sufrió las penurias y la violencia ejercida por el bando nacional. “Soy andaluz y antifascista, y a la vez no creo en la patria”, clamó el cantante, apostillando después del tema: “Yo no creo en las fronteras y me cago en las banderas, yo no creo en los colores y me cago en las naciones”. Las cosas claras y el chocolate, espeso.

La noche era también el perfecto contexto para reencontrarse con amigos, y por eso el Capitán Cobarde invitó a Pablo, de Maldita Papaya, para la divertida “El pisito”, una de las tantas joyas que pueblan el repertorio de su inolvidable álbum debut, ‘Que se callen los profetas’. Comentó el entonces llamado Albertucho que algo que no ha cambiado con respecto a aquella época es que sigue viviendo de alquiler. Sigue siendo el mismo, está claro, y sigue defendiendo aquellas canciones con el mismo entusiasmo, salero y dedicación. El público, sin duda, lo agradece, y por eso fue una de las piezas más cantadas por toda la audiencia, que no por ello dejó de disfrutar temas como la más country “La canción del soldado”, paradigma de la dirección que han tomado las últimas creaciones. A tenor de lo vivido en la Sala Nazca, eso sí, todo parece indicar que la vertiente más rockera del sevillano volverá a ponerse en primera línea en su próxima obra, salga cuando salga a la venta. Creo que no me equivocaré.

Un momento de asueto, en el que quizá fue a visitar a su querido loro Rosendo al que también le había dedicado con cariño un tema anteriormente, precedió a los bises, inaugurados por “Jovencito Frankestein”, en la que Alberto tuvo que lidiar con profesionalidad y oficio con unos molestos acoples. Los problemas de sonido se extendieron en “Lo que importa y lo que no”, que fue interpretada por él solo ante la audiencia…y sin monitores, que también fallaron en “Alegría”, canción que la banda al completo resolvió a las mil maravillas pese a no escucharse bien en el escenario. Es lo que conlleva tener bien engrasada la maquinaria y llevar los deberes perfectamente hechos.

No podía faltar a su cita el clásico de nuevo cuño “Hay un sitio”, la cual estoy convencido que perdurará por los siglos de los siglos en su repertorio, y una rockera “Mi estrella”, en la que se desmelenó por completo tanto él como su banda. No hay ego en este solista, que siempre prefiere presentar a “la banda del Capitán Cobarde” en lugar de acaparar el protagonismo. Así lo hizo ante “Me dedico a soplar niebla”,con la que parecía que se iban a retirar definitivamente. No fue así, dado que, con todos los invitados en escena y con el ukelele en la mano, el Capitán Cobarde volvió a la carga para un simpático alegato final con el archiconocido “What a Wonderful World” de Louis Amstrong. El objetivo hacía tiempo que estaba conseguido: provocar sonrisas tan sinceras como lo que acabamos de disfrutar sobre el escenario. Una vez más, chapó.

Jason Cenador
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