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Crónica de Loquillo en Barcelona: Nuestro héroe necesario

Hay años que se cierran con champán y años que se cierran con rock. Este 2025, lleno de despedidas, de golpes inesperados y de esa sensación de que el calendario pesa más de la cuenta, necesitaba algo más que una fiesta: necesitaba un refugio. Y Loquillo, en Barcelona, fue eso convertido en concierto. Una ceremonia. Una victoria. Una de esas noches que no se explican, se guardan. Porque en un año de mierda de muertes repentinas y heridas abiertas, el Loco fue lo contrario de todo eso, el encuentro.

Hay artistas que son una moda, artistas que son un recuerdo y artistas que son una necesidad. Loquillo pertenece a esa última especie, rara y resistente, la que no se consume, la que se invoca. No porque sea el comodín perfecto para cerrar el año, que lo es, sino porque hay años como este en los que hace falta una figura que te saque del barro, que te recuerde que el rock & roll no está para decorar, sino para sostenerte. Lleva casi cincuenta años desafiando el paso del tiempo con el mismo porte de estatua en movimiento, y la del sábado fue otra prueba irrefutable de que el rock, cuando es de verdad, no envejece, se vuelve más grande.

El Sant Jordi Club se convirtió en una reunión navideña de las que importan, de esas en las que no hay agenda ni compromiso social, solo pertenencia. La familia que escoges. La industria, los amantes del rock and roll, las caras habituales del circuito y las inesperadas, todo el mundo reunido para y por el Loco como si la Ciudad Condal hubiera decidido, por una noche, ser Barcelona de nuevo. Entre el gentío se mezclaban nombres y miradas: Jordi Évole, la cantante catalana Suu, el creador de contenido musical Óscar Giménez… y ese mosaico imposible que solo aparece cuando una ciudad se pone de acuerdo en que hoy toca celebrar algo que no se compra.

La previa ya olía a evento con el teloneo de dos personalidades tan auténticas como el propio concierto: Soren Manzoni, skater y otrora mitad de los Nasty Mondays, tal vez el tío más cool de Barcelona, y Diego Calvo, el artífice de las Rock Nights de Ibiza. Y entonces llegó esa certeza que se siente antes de que suene la primera nota, esto va en serio. Un recinto lleno hasta la bandera, de los más llenos que he visto en mi vida, más incluso que en la última gira de Motörhead. Si el Sant Jordi se aprieta así es porque viene un acontecimiento. Cinco mil personas fieles a un estilo de vida que otorga etiqueta a los supervivientes.

A las nueve, el redoble de tambores partió el murmullo de la expectación. La banda, un ejército perfectamente engrasado, tomó posiciones y el recinto se puso en pie para recibir a la figura espigada y eterna de José María Sanz Beltrán. Loquillo apareció con ese porte que no se aprende, se tiene o no se tiene. Y la ovación fue unánime como un golpe de mar. Arrancar con “En las calles de Madrid” fue un acto de autoridad. Loquillo demostró una forma física y vocal envidiable, dejando claro que los años, para él, son galones. Sin respirar, enlazó “Línea clara” y “María”, con un público que no permitió ni un silencio entre versos, como si la letra fuera una promesa colectiva, sin lugar a duda, un karaoke.

Y aquí apareció una de las grandes claves de la noche, la inclusión de tres guitarras lideradas por el emblemático Igor Paskual, capaces de sonar enormes sin perder ni un ápice de filo. Por momentos evocaron a los Guns N’ Roses del CBGB, del Whisky a Go Go, pero con un giro brutalmente nuestro, como si hubieran nacido en el Clot, como si hubieran aprendido a sonar gigantes tocando en bares. Me encandilaron todos, pero me quedo con el batería Laurent Castagnet y el teclista Raúl Bernal, lejos de limitarse a acompañar, elevaron cada canción a himno, a droga necesaria, a gasolina para un escenario que ya ardía.

El concierto fluyó entre himnos como “La ciudad de las mujeres”, “Sol”, joya del monumental ‘Balmoral’ (2008), o “La edad de oro”, con el público cantando cada frase como si se la estuviera tatuando, muchas de ellas son parte de nuestra memoria. “Los buscadores”, “El hijo de nadie” y ese “Salud y Rock & Roll” que siempre suena a brindis de barra y a declaración de principios mantuvieron el pulso en lo alto. Después llegó la magnífica relectura pantanosa que es “Hombre de negro”, donde la banda se permitió sonar sucia, densa y peligrosa, como si agradecieran a Johnny Cash no solo la canción, sino la existencia. El rock en su estado más honesto, el que no pide perdón.

Y cuando parecía que el show ya estaba lanzado hacia el cielo, Loquillo apretó el puño con dos golpes directos al pecho: “Cruzando el paraíso” y “Rompeolas” como gasolina directa al corazón. La temperatura subió varios grados. El Sant Jordi Club dejó de ser sala para convertirse en lugar.

Entonces ocurrió lo que convierte una buena noche en una noche grande, el rugido de “No hables de futuro, es una ilusión” se convirtió en mantra. Tras la vibrante “Memoria de jóvenes airados”, llegó el momento del respeto. Loquillo paró el tiempo para rendir homenaje al recientemente desaparecido Jorge Ilegal, y ahí se notó una cosa esencial, que el Loco no es solo pose, también es memoria y tribu. Como si en medio del ruido se abriera un pasillo de silencio para recordar a los nuestros. Y después, sin caer en solemnidades vacías, la elegancia de “Rock suave” y la declaración de principios de “El último clásico” hicieron lo que tenían que hacer, recordarnos quién manda aquí. El tramo final del set principal lo remataron “Carne para Linda” y “Rey del glam”, con miles de almas fieles convertidas ya en una sola garganta.

Intenté tomar notas, guardar frases, capturar imágenes, pero justo en uno de esos instantes en los que sabes que esto se va a quedar contigo para siempre, apareció el clásico capullo de turno y me cegó con la luz de su móvil en la cara. Nada como la realidad para recordarte que el rock no es un museo, es un combate. Y como en todo combate real, hubo un segundo de pausa, Loquillo paró el concierto porque algo había sucedido algunas filas más allá y, hasta que no se aseguró de que todo estaba bien, no hubo continuación. Ese gesto simple, humano, convirtió la noche en algo todavía más grande, la tribu cuidando a la tribu. La misa solo siguió cuando el templo estuvo a salvo.

Los bises arrancaron con “Rock and Roll Actitud”, que podría ser título de esta crónica, y ahí el concierto se volvió una fiesta sin frenos, una celebración sin excusas. “La mataré”, “Besos robados” y “Ritmo del garaje” prepararon el terreno para el asalto definitivo. “Feo, Fuerte y Formal” puso al recinto a saltar como si el 2026 empezara ahí mismo, con las botas puestas y el puño arriba.

Y entonces llegó ese momento que solo pasa en los conciertos que están vivos. Jordi Évole, ahora líder de la banda de versiones Los Niños Jesús, subió al escenario para encarar el estribillo de “Rock N Roll Star” y materializar uno de esos instantes que solo se describen con una frase: “Aguántame el cubata”. Durante unos minutos, el Sant Jordi Club se convirtió en el Wembley de las grandes ocasiones. Como escribió después el periodista en redes: “Y justo ahí, en ese punto en el que el cuerpo aún va por delante de la cabeza, te acuerdas de Robe… y pasa esto, te das cuenta de que, pese a todo, la vida puede ser maravillosa”. Y fue exactamente eso, una revelación en medio del ruido.

Pero el verdadero cierre estaba esperando, silencioso, con la elegancia de lo inevitable. Cuando sonaron los primeros acordes de “Cadillac solitario”, el tiempo se detuvo. No era solo la última canción, era el himno. Uno de los temas que forman parte de nuestra biografía colectiva. Un final perfecto para una noche inolvidable, dejando en el aire esa mezcla secreta que solo los grandes saben manejar. Porque los grandes no solo tocan canciones. masajean corazones.

Loquillo es un artista necesario. Necesario para despedir un año así y para recordarte que todavía hay algo que nos une por encima de lo que nos separa. Y me atrevo a decirlo sin rubor, cada persona en España debería verlo en directo al menos una vez en su vida. Porque hay conciertos que se comentan y conciertos que se viven. Y lo del sábado, en el Sant Jordi Club, no fue un concierto, fue una reunión. Una ciudad entera juntándose para recordar que, al final, seguimos aquí. Y que mientras exista alguien capaz de cantar con ese aplomo, el rock & roll seguirá siendo hogar.

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