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Crónica de Kadavar + Slomosa + ORB en Madrid: Tres formas del rock, una misma flama

La llegada a la sala tenía algo de ritual secreto. Afuera, la fila era un muestrario de luto rockero y del sonido metálico de las latas de cerveza. Un tipo larguirucho, con pinta de cronista de otra galaxia, nos grababa como si fuéramos reliquias. Al entrar, la sala estaba en modo prefiesta: la gente se repartía entre la barra y el puesto de camisetas; nadie se acercaba aún al escenario, porque sabíamos que aquello exigía paciencia.

Los australianos ORB aparecieron como tres fantasmas de los setenta. Su papel era abrir, y lo hicieron con una reverencia, sin aspavientos. Fue el hechizo inicial. Su groove era pesado, sí, pero etéreo: como flotar en un sueño húmedo de Jimi Hendrix. El bajo y los riffs no te golpeaban, sino que te envolvían en una neblina psicodélica que olía a salvia quemada. La voz, casi un murmullo cósmico, no competía: te guiaba en un viaje breve, de apenas veinte minutos.

ORB

Temas como “Can’t Do That" y "Migration" pasaron como relámpagos. Se percibía una conexión mental entre ellos, un lenguaje de delay y reverberación que solo los stoners entendemos. Cerraron con “Mind Over Matter", un suspiro místico. Fue corto… ¡demasiado corto! ORB fue el aperitivo: la semilla del trance que se desvaneció antes de germinar. Dejaron el ambiente suspendido, ni frío ni caliente, solo en standby, a la espera de la verdadera tormenta.

Y entonces, ¡zas!, la calma terminó. Tras la siesta mística, el escenario entró en alerta roja. Los noruegos Slomosa no venían a tocar por cuarta vez: venían a saldar una deuda pendiente con el rock and roll. Slomosa era el vendaval que necesitábamos. Se notaba la sangre nueva en la sala; gente que había ido a ver a su banda, no a los veteranos del cartel.

El primer acorde de “Cabin Fever” fue un latigazo. Se acabó la contemplación: la sala pasó de ser un lugar a un caldero. El groove de “Rice” e "In My Mind’s Desert" era brutalmente infeccioso. El suelo bajo mis pies se volvió arena ardiente. Los pogos estallaron, y yo me dejé arrastrar por la marea, rendido a esa fuerza nórdica.

Slomosa

Marie Moe, en el bajo, era la jefa: un monolito magnético imposible de ignorar. Su instrumento vibraba como un desierto recién despertado. Ben Berdous, por su parte, ejercía de frontman con voz de témpano de hielo, cortando la densidad con su mensaje. En ese pulso de fuzz y melodía, era imposible no pensar que estos guerreros del norte eran parientes directos del rugido rítmico y la elegancia arenosa de los mismísimos Queens of the Stone Age.

La descarga fue implacable: “Battling Guns” y, después, el himno “Monomann”: pura precisión nórdica con alma tribal. Hubo un breve respiro filosófico con “There Is Nothing New Under the Sun", antes de que “Kevin” y, sobre todo, la catarsis de “Horses”, nos devolvieran al infierno. Se fueron dejando la sala oliendo a victoria. Habían robado el espectáculo.

Kadavar

Tras el huracán Slomosa, el escenario quedó a oscuras, como una herida abierta. Los técnicos, vestidos de negro, trabajaban con la solemnidad de sacerdotes preparando un altar. Kadavar no necesitaba telones ni proyecciones: solo sus instrumentos, su estética retro profética y unas luces quirúrgicas.

Aparecieron entre sombras. “Lies" —y un guiño al poder del trío clásico— fue su bienvenida. Christoph “Lupus” Lindemann, con su pose de apóstol de otra era, bajó entre nosotros: un predicador eléctrico que imponía respeto con su sola presencia. Simon “Dragon” Bouteloup se retorcía al ritmo de un bajo hipnótico, eje cósmico del sonido. Y, detrás, Christoph “Tiger” Bartelt no tocaba la batería: la conjuraba. Cada golpe era un latido; “Black Sun”, parte del cancionero que los devoraba.

Su repertorio fue pura sabiduría: desde “Living in Your Head”, hasta la declaración “I Just Want to Be a Sound". Sí, la voz de Lupus a veces se perdía entre el fragor (cosas de estar en primera fila), pero la iluminación era una obra de arte: esculpía el humo y transformaba la sala en un templo de adoradores de lo sónico. Lo suyo no era la violencia, sino la mística.

Y llegó el despegue final. “Total Annihilation” y “Doomsday Machine" nos levantaron del suelo. El cierre fue una epopeya de himnos: “Die Baby Die”, “Come Back Life”, “All Our Thoughts". Lupus cerró los ojos y dejó que su guitarra, al final, fuera abrazada por el público como un ídolo. Se despidieron entre luces doradas, envolviendo la escena en santidad.

Tres formas del rock, una misma flama: ORB fue el sueño; Slomosa, el puñetazo en la mesa; Kadavar, la ceremonia final. Salimos a la noche con el alma vibrando al eco de “Regeneration”, sabiendo que el rock, esa noche, fue la fuerza más viva de todas. Y, sobre todo, con una felicidad serena: la de ver a mis amistades disfrutando tanto como yo, compartiendo la misma llamarada que nos recordó por qué seguimos creyendo en esto.

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