Crónicas
Hellfest 2025 en Francia (miércoles), con Korn, Till Lindemann, Airbourne o Electric Callboy: El Infierno se reinventa
«La jornada lo tuvo todo: descubrimientos, clásicos, rupturas de género y, sobre todo, la confirmación de que el metal sigue siendo una comunidad que celebra, resiste y se reinventa»
19 junio 2025
Hellfest, Clisson, Francia
Texto: Irene Díaz. Fotos: Iñigo Malvido
Dieciocho ediciones lleva Hellfest haciendo rugir Clisson, y esta ha sido mi séptima vez cruzando sus puertas. Uno ya sabe que en este festival no hay lugar para la mediocridad, pero este año llegué con una mezcla distinta: entusiasmo, sí, pero también cierta inquietud. El cartel —más versátil de lo habitual y no para todos los gustos— encendió la polémica desde el primer anuncio. ¿Qué hacían nombres como Muse o Cypress Hill en un lineup que históricamente ha celebrado el metal en todas sus formas? Mientras unos temían una deriva comercial, otros respondían con claridad: “Esa mezcla es, precisamente, lo que mantiene vivo al Hellfest”. Y puede que no les falte razón.
El martillazo inaugural
Nada más cruzar el mítico arco de entrada, todas las dudas se disipan. Este año, la bienvenida venía firmada por “La Guardiana de la Oscuridad”, una figura monumental, mitad escorpión, mitad femme fatale, diseñada por François Delarozière y su compañía, La Machine (Nantes), que escupía fuego cada noche como saludo ritual. Hellfest nunca escatima en músculo visual, y esta edición apostaba aún más fuerte por lo sensorial. No solo se escuchaba: se respiraba y se veía.
En la Fanzone y el camping, todo volvía a estar al nivel de los grandes: organización impecable, acceso gratuito a agua, oferta gastronómica diversa, y ese estilo inconfundible de un infierno industrial que mezcla arte, caos y precisión logística.
Después de seis ediciones anteriores, uno espera sorpresas, pero también exige coherencia. Y en eso, Hellfest sigue cumpliendo: guitarras, distorsión, sudor, entrega total. Aquí comienza la crónica de un festival que se atreve a cambiar sin dejar de ser él mismo. Cuatro días de ruido, pasión… y fuego. Nos adentramos.
La energía inicial se percibe antes de que suban: el aire ya está cargado, la gente se amontona frente al Val de Moine. Las primeras notas chirrían en los monitores, y cuando suena la voz de la vocalista junto a dos temas clave, sabes que Seven Hours After Violet ha llegado para dejar huella. Abrir con “Radiance” despierta a un público aún disperso que se va agrandando; “Alive” lo hace vibrar.
La línea de bajo de Shavo Odadjian (System of a Down) marca cada compás tiñendo de electro-rock oscuro los inicios. Hay momentos en que el bajo se come las voces, y la reverb añade un eco que a veces ahoga. Pero se percibe ambición: la guitarra solista sabe cuándo despegar, la vocalista camina hacia el borde del escenario y, con sinceridad, dice: “Gracias por desafiar al calor, es la primera vez que estamos aquí”. Un gesto que roba aplausos auténticos de una multitud en busca de más.
Con el reloj marcando las 18:00, sube al Val de Moine Apocalyptica, ese cuarteto finlandés formado en la Academia Sibelius hace más de tres décadas: Eicca Toppinen, Paavo Lötjönen y Perttu Kivilaakso al cello, todos clásicos de formación, acompañados por Mikko Kaakkuriniemi a la batería, tras la salida de Mikko Sirén. Desde 1996, cuando debutaron con ‘Plays Metallica by Four Cellos’, llevaron a las masas versiones instrumentales de éxitos como “Enter Sandman”, que los catapultaron a la fama.
Su setlist en Clisson incluyó siete himnos de Metallica. Arrancan con “Ride the Lightning”, demostrando dominio exacto del arco: las texturas son nítidas, los timbres cristalinos. “Enter Sandman” dibuja esas notas graves que tantos recuerdan en su primeras guitarras, pero tocadas con arco sobre madera. “For Whom the Bell Tolls” provocó el primer coro tímido, un lamento denso en medio del silencio reverente del público. Con “St. Anger” el set recuperó agresividad y contundencia, y “Blackened” reafirmó que los cellos pueden ser auténticos cañones sónicos.
El clímax técnico llegó con “Master of Puppets”, en ese instante en que Clisson se convirtió en foro de catarsis, seguido del remate puro y ritual de “Seek & Destroy”.
Técnicamente no hubo fisuras: mezcla equilibrada, graves potentes sin saturación, cellos amplificados con distorsión justa y batería presente pero nunca invasiva. Como se viene señalando en la prensa internacional, la propuesta de Apocalyptica puede generar dudas a primera vista (¿realmente funciona una banda de metal compuesta solo por chelos y batería?), pero la respuesta está en el directo: lo suyo no es una curiosidad experimental, es una maquinaria afilada y efectiva. No necesitan convencer, lo demuestran tocando. En Clisson, lo volvieron a dejar claro.
Pero esa factura también expone un límite: la banda no ha reinventado el formato. La fórmula sigue siendo efectiva, pero no ha evolucionado lo suficiente como para sorprender. Entonces, ¿qué le queda a Apocalyptica? Su virtuosismo está fuera de discusión y la admiración tampoco flaquea. Pero después de tantos años, hay ausencia de riesgo. Con su formación reducida y sin ruptura de guion, se sostienen sobre gloria pasada. Hoy siguen siendo maestros de su género (el cello metal), pero la pregunta sobre su futuro suena en el aire: cuando el recurso deja de ser sorprendente, ¿qué viene después?
El ambiente pasa del sobrio entusiasmo al punk hard rock con una transición inmediata. A las 19:30 (empiezan a las 19:00), Airbourne irrumpe en escena como una tormenta eléctrica. Esa icónica intro de “Terminator 2” retumba desde los monitores y estalla en una avalancha de riffs Gibson sobre cabezales Marshall, casi tan intensos como el calor que asfixiaba a los espectadores. Arrancan sin tregua con “Ready to Rock” y el vórtice no cesa: “Too Much, Too Young, Too Fast” y “Breakin’ Outta Hell” se encarnan como misiles de hard rock.
La batería de Ryan O’Keeffe ruge con fills calculados que golpean el pecho, el bajo empuja como motor brutal y las guitarras cortan el aire con nitidez. Técnicamente, la mezcla fue impecable: cada instrumento encontró su espacio, el sonido fue potente pero nunca saturado, y los graves mantuvieron su firmeza sin engullir las frecuencias medias. El resultado fue lo que las redes definieron como “puro caos rockero” .
La banda no baja el ritmo: “Back in the Game” y “Girls in Black” calientan aún más un escenario ya incendiado. El esperado “Gutsy”, estrenado en 2025, surge como una promesa de nuevo álbum, y en vivo obtiene una respuesta unánime: la banda anuncia cuatro nuevas fechas en Francia para 2026… y la reacción colectiva no es solo un grito, es un estallido de celebración (en España los tendremos también en Barcelona, Madrid y Bilbao en 2026, y hoy -26 de junio- en Rock Imperium Festival). El encore llega con “Live It Up” y remata con “Runnin’ Wild”, cerrando un show de cincuenta minutos que consagró a Airbourne como una de las grandes apuestas del festival.
Estos tres primeros bloques (la ambición de una banda emergente que pule su sonido, la elegancia sinfónica de Apocalyptica y el hard rock más crudo en estado puro) definen a la perfección el inicio real de Hellfest 2025. No solo marca lo que vendrá, sino que reafirma que la esencia metalera sigue intacta, aunque vista con nuevas luces.
A las 21:20, con el sol cayendo tras las esculturas metálicas del Mainstage 1 y la atmósfera densa como pocas veces, apareció él: Till Lindemann. Solo, sin el aparato industrial colosal de Rammstein, sin llamaradas coreografiadas ni plataformas hidráulicas. Pero no hacía falta. Su sola presencia, recortada bajo luces de un rojo encendido (su color icónico, convertido ya en código estético), bastaba para que el silencio se rompiera como cristal: un silencio de respeto, de tensión, de morbo.
Vestía una chaqueta de cuero carmesí, con hombreras de reminiscencia paramilitar y costuras visibles como cicatrices; el rostro cubierto por una máscara pálida, casi cadavérica, que no ocultaba sino que amplificaba su leyenda. Till Lindemann emergió así como una fuerza oscura: mitad chamán postindustrial, mitad calavera viviente.
Detrás de él, la puesta en escena no era menor. A la percusión, Ali Zuchowski vestía un traje rojo ceñido repleto de pezoneras negras y formas fálicas en relieve, su máscara inerte y blanca contrastaba con los relámpagos visuales del show; golpeaba la batería con precisión quirúrgica, convulsionando ritmos tribales y mecánicos. La segunda percusionista, vestida también de rojo pero con rasgos más marciales, trabajaba pads electrónicos y tambores como si fuera parte de una milicia sonora.
En el bajo, Danny Lohner (histórico miembro de Nine Inch Nails y figura clave en el sonido industrial de los 2000) sostenía el pulso con líneas graves densas y agresivas, ofreciendo una base que conectaba el beat electrónico con un cuerpo orgánico y distorsionado. Completaban la formación un guitarrista de estética austera, vestido de negro con botas militares, que descargaba riffs secos y disonantes sin ocupar el centro escénico; y un teclista semicubierto entre sombras, encargado de disparar secuencias, efectos y ambientes que daban textura a la distopía sonora.
El groove era seco, abrupto, casi militar, más heredero de una máquina revolucionaria que de la cadencia rock convencional. Este cuarteto mínimo (voz, bajo, batería doble, guitarra y sintetizadores) transformó el escenario en una distopía corporal, donde cada gesto, cada golpe, cada pulso iluminaba esa nueva era artística de Till: cruda, retorcida, implacable, como si las polémicas que lo rodean en 2025 no fueran sombra, sino combustible para su teatralidad.
El porqué de esta gira en solitario sobrevuela en cada nota. Rammstein se encuentra, si no en pausa oficial, sí en un momento de recalibración. Las recientes polémicas (especialmente las acusaciones que involucraban al propio Lindemann en situaciones cuestionables durante giras anteriores) marcaron un punto de inflexión. Nada ha sido judicialmente probado, pero el aura de ambigüedad moral pesa, y es imposible no interpretarlo todo bajo esa nueva luz. Cada gesto, cada silencio, cada palabra, ahora parece tener doble filo.
El repertorio fue una mezcla intensa de temas de su carrera solista, comenzando por una potente “Zunge”, en la que la PA tembló bajo su voz cavernosa. “Schweiss” y “Fat” provocaron estallidos controlados, en los que el beat se mezclaba con imágenes retorcidas proyectadas en pantallas fragmentadas. En “Allesfresser” y “Golden Shower” el espectáculo se volvía grotesco, no por vulgaridad explícita, sino por la puesta en escena: ralentizaciones incómodas, luces frías, miradas al vacío…
“Sport Frei” rompió el molde con ritmo marcial y una especie de guiño irónico a los totalitarismos visuales; luego llegó “Praise Abort”, con esa mezcla de sarcasmo y tragedia doméstica que tan bien sabe construir. El público coreó, pero más desde la fascinación que desde el entusiasmo, como quien ve un accidente y no puede apartar la mirada.
En el cierre, con la interpretación de “Du Hast Kein Herz” y la brutal “Skills in Pills”, Till bajó al borde del escenario y, sin necesidad de palabras, pareció lanzar una mirada desafiante. Era como si dijera: “Aquí estoy. Sigo siendo yo. Haced con ello lo que queráis”. Y cuando parecía que el espectáculo no podía dar un giro más inesperado, sonó la intro de “Entre dos tierras”, versión distorsionada del clásico de Héroes del Silencio. El público francés no lo entendió de inmediato, pero bastaron los primeros acordes para que muchos se dejaran arrastrar por la ola de nostalgia mestiza.
Técnicamente, el show fue notable: las frecuencias graves se mantuvieron limpias, la voz de Lindemann fue proyectada sin distorsión, y aunque hubo un fallo leve con un sample vocal al inicio de “Zunge”, se resolvió con celeridad. El sonido era envolvente, agresivo sin ser caótico, y aunque los sintetizadores cargaban demasiado en ciertos momentos (especialmente en “Fat”) la mezcla general equilibraba bien ese pulso crudo e industrial.
Lo que dejó Till Lindemann sobre ese escenario no fue un espectáculo tradicional. Fue un manifiesto: de independencia, de provocación, de presencia. En tiempos de escrutinio, eligió no desaparecer ni pedir permiso, sino construir una narrativa propia que, si bien no limpia su imagen, la enfrenta con crudeza.
Casi al mismo tiempo (porque en Hellfest los escenarios no conceden tregua y cada elección duele), a las 20:45 el Temple se transformó en un santuario de contemplación oscura. Las luces bajaron, el humo dibujaba siluetas, y los primeros acordes confirmaban que Ihsahn estaba ahí, dispuesto a llevarnos más allá del black metal tradicional. Fundador de Emperor y artífice desde 2006 de una carrera solista marcada por la exploración intelectual del género, Ihsahn no busca provocar con volumen: lo suyo es arquitectura sonora, precisión, profundidad.
El set, sobrio pero impactante, incluyó piezas exigentes como “The Promethean Spark”, “Pilgrimage to Oblivion”, la compleja “Twice Born” (de ‘Arktis’, 2016) y la introspectiva “My Heart Is of the North” (‘Ámr’, 2018). A esto le siguieron la dramática “Lend Me the Eyes of Millenia”, “The Distance Between Us” y el clímax técnico-emocional de “A Taste of the Ambrosia”. Fue una selección pensada al milímetro: composiciones exigentes, disonancias cuidadosamente ordenadas, y melodías que no buscan agradar, sino sacudir.
La formación que lo acompaña (Asgeir Mickelson a la batería, Jørn Øyrane en la guitarra solista y Rune Leraand al bajo) lleva más de un lustro con él, y eso se nota: ejecutan con una cohesión quirúrgica. El sonido fue inusualmente limpio para el escenario Temple: guitarras equipadas con pastillas EMG de alta respuesta, bajos sólidos y controlados, y teclados Korg bien ecualizados, replicando atmósferas sin caer en la saturación. En “Twice Born” hubo un pequeño desliz técnico (un pedal de delay mal calibrado que provocó una pausa incómoda), pero el grupo reaccionó con profesionalidad, retomando la intensidad con soltura.
La batería, encerrada en una cabina de monitores para evitar rebotes de frecuencias, retumbaba sin embarrar, y la voz de Ihsahn, siempre compleja, entre lo limpio y lo rasgado, se mantuvo estable y honesta: sin autotune, sin pistas, solo técnica y emoción. Lo suyo no fue solo un concierto, sino una declaración de principios: Ihsahn sigue siendo ese "wunderkind évolutionnaire (niño prodigio de la evolución)“ del metal extremo, capaz de reformular los límites sin perder credibilidad.
No se trató del set más multitudinario del día, pero sí uno de los más respetados. Muchos lo vivimos como lo que fue: una ceremonia técnica, densa, de esas que se quedan más en la cabeza que en los pogos. Y en Hellfest, eso también es una victoria.
A las 23:30, el ambiente en el Mainstage 1 alcanzaba su punto de ebullición. El aire estaba denso, la humedad no daba tregua, y el silencio expectante sólo podía significar una cosa: llegaba Korn, leyenda absoluta del nu metal, en lo que suponía ya su sexta participación en el Hellfest. Con más de 31 años de trayectoria, los californianos de Bakersfield no necesitan introducción ni explicación. Su sola presencia arrastra multitudes, y lo que ocurrió en Clisson esa noche no fue un concierto: fue una declaración de resistencia, de continuidad, de poder aún vigente.
Sin artificios ni teatrales retrasos, el inicio fue abrupto y efectivo. El clásico “Are you ready?” de Jonathan Davis encendió la mecha, y con “Blind” el escenario se transformó en una máquina perfectamente engrasada. Le siguieron sin interrupción “Twist”, “Here to Stay”, “Clown” y “Got the Life”, auténticos himnos generacionales, ejecutados con una precisión técnica que rozaba lo quirúrgico.
El setlist completo fue el siguiente:
Blind
Twist
Here to Stay
Clown
Got the Life
Did My Time
Shoots and Ladders
Cold
Ball Tongue
Twisted Transistor
A.D.I.D.A.S.
Dirty
James “Munky” Shaffer y Brian “Head” Welch, ambos con sus inseparables Ibanez de siete cuerdas, ofrecieron una lección de distorsión medida: riffs densos, a veces disonantes, pero siempre precisos. La interacción entre ellos fue fluida, sin protagonismos. El bajo de Fieldy, con sus características líneas en slap y frecuencias subgraves entre 40 y 120 Hz, actuaba como columna vertebral del sonido, transformando el suelo en una superficie resonante. Y Ray Luzier, desde la batería, demostró por qué es uno de los más sólidos del género: tempo exacto, pegada contundente y sensibilidad para no pisar las frecuencias de sus compañeros.
La mezcla de sonido, en términos generales, fue notablemente equilibrada. Sólo durante “Got the Life” se detectó una saturación de medios en la zona frontal, que el equipo corrigió con rapidez. El volumen era alto, sí, pero sin sobrepasar el umbral de lo molesto. No obstante, en los pasajes más dinámicos, como en “Ball Tongue” o “Cold”, la compresión general de la PA tendía a aplanar los planos, perdiéndose ciertos matices rítmicos en los riffs medios. Una producción más dinámica podría haber elevado aún más la contundencia sin sacrificar detalle.
Jonathan Davis, por su parte, se mostró vocalmente solvente. No necesita recurrir a trucos. Su registro se mantuvo fiel al original, alternando guturales controlados, falsetes nerviosos y frases casi susurradas que reforzaban la tensión emocional. En “Shoots and Ladders”, su introducción con gaita (elemento distintivo desde ‘Life Is Peachy’) fue recibida con ovación. En “A.D.I.D.A.S.” y “Clown”, el público alcanzó niveles de comunión vocal memorables: cada estribillo era devuelto como una ola masiva. En el foso, el moshpit fue constante, sin pausas ni dispersión.
Ahora bien, aunque la ejecución fue impecable, la selección de temas dejó poco espacio para la sorpresa. Korn eligió un repertorio cómodo, casi predecible, y evitó riesgos. No hubo representación de ‘Requiem’ (2022) ni guiños a etapas menos explotadas como ‘Untouchables’ (2002), lo cual despertó ciertos comentarios entre los asistentes más devotos, que esperaban al menos un corte reciente. Un show sin fisuras, pero sin margen para lo inesperado.
A la 01:05, mientras la medianoche aún se estiraba, Electric Callboy irrumpió en el Val de Moine con una oleada de EDM metal, humor contagioso y una ejecución pulcra al milímetro. La banda desplegó hits como “Elevator Operator”, “MC Thunder II (Dancing Like a Ninja)”, “Spaceman”, “Still Waiting”, “Hypa Hypa”, “Revery”, “Pump It” y cerró con “MC Thunder”.
En escena, Christopher “Sexyy Red” Kahlke manejó la voz melódica, Nico Sallach alternó guturales con electrónica, Kevin Ratajczak se encargó de los sintetizadores, mientras los hermanos Schlicht y Sänger armaron la base rítmica perfecta en guitarras y batería.
Técnicamente, el recital fue casi impecable. La PA soportó con fortaleza las frecuencias graves 808 sin reventarse, y las guitarras se mantuvieron nítidas y definidas. Solo se registró un pequeño desajuste: en “Hypa Hypa”, un sintetizador no activó su drop a tiempo, provocando un instante de desfase; sin embargo, el error se solventó en segundos gracias a la rápida reacción de Kevin en consola. Siguió un espectáculo rítmico desde el primer beat, con un pit surrealista y coral que demostró que su propuesta trasciende más allá de las letras (“Still Waiting” y “Spaceman” resonaron entre el público de forma unánime).
A continuación, tras ese huracán electrónico, subió al Temple la emotividad pura de Alcest, banda liderada por Neige (Stéphane Paut) y Dean (guitarra), juntos desde el 2000, cerrando una larga espera con una dosis de post-black introspectivo.
El set combinó temas del próximo álbum, ‘Les Chants de l’Aurore’ (“Komorebi”, “Améthyste”, “Sapphire”, “Écailles de lune – part 2”) con sus clásicos más celebrados: “L’Envol”, “Protection”, “Flamme jumelle”, “Le miroir”, y cerraron con la poderosa “Oiseaux de proie”, seguida de un encore sublime: “Autre temps”.
El sonido fue mágico. Las Fender Jazz daban vida a guitarras bañadas en reverb soñadora, los bajos eran limpios y firmes, y las voces susurrantes emergían con una pureza natural. No hubo el menor desajuste técnico; la mezcla reproducía fielmente la atmósfera de estudio, combinando frecuencias altas cristalinas (necesarias para shoegaze y post-black) con medios cálidos y envolventes.
En una entrevista reciente, Neige admitió a Shoot Me Again que tras ‘Shelter’ (2014) ansiaban regresar a sonidos más etéreos sin renunciar a una agresividad melódica. Esa evolución quedó reflejada en cada nota interpretada en Clisson.
Cierre del primer día
Aunque el calor (36 °C y sol inclemente) fue un adversario constante, el espíritu de Hellfest demostró ser más fuerte que la inclemencia meteorológica. Entre bajistas que sacudían el suelo, breakdowns levantando polvo como mini tormentas, voces que iban del susurro al grito visceral, y un público entregado sin fisuras, cerramos un primer día impresionante.
Fue una jornada que lo tuvo todo: descubrimientos, clásicos, rupturas de género y, sobre todo, una confirmación de que el metal, en su infinita diversidad, sigue siendo una comunidad que celebra, resiste y se reinventa. Un inicio así no deja dudas: los próximos días elevarán la experiencia a otro nivel.
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