Allá por 1930 el pintor estadounidense Grant Wood envió un rotundo corte de mangas al mundo del arte contemporáneo. Cuando en la vieja Europa andaban experimentando y dando cien mil vueltas de tuerca con las vanguardias, este tipo decidió que lo mejor era dejarse de leches, recuperar la función tradicional de la pintura y así representar una realidad de inmediato reconocible para el público de a pie. En ese contexto surgió su obra más reconocida, ‘Gótico americano’, en la que podíamos ver a un granjero sujetando una horca acompañado de su seria y rubia esposa, una estampa que nos llevaba de lleno hasta los maestros flamencos del siglo XV.

La música de Hannah Aldridge nos transporta de inmediato hasta la localidad de Muscle Shoals (Alabama), perteneciente al llamado cinturón bíblico, término utilizado para referirse a una extensa región de EEUU donde el fundamentalismo cristiano campa a sus anchas hasta tal punto que existen leyes que impiden acceder a puestos públicos a aquellos que nieguen la existencia de Dios. Ahí fue donde esta chica, hija del prestigioso compositor Walt Aldridge, cogió la guitarra para lidiar con demonios personales y a la vez ofrecer una mirada a ese lado oscuro del sur que no aparece con frecuencia en las grandes superproducciones de Hollywood.
Dado que no abundan las propuestas de este estilo, la cita bilbaína en el Crazy Horse era casi obligada para melómanos de corazón, pero tal vez todavía fuera mala época para los conciertos en salas, con mucha gente todavía de vacaciones. Quizás por esa razón no se acercaron demasiados aficionados, aunque seguro que la mayoría salió con la convicción de que había merecido la pena acercarse.

Para calentar el desangelado ambiente, teníamos al teclista de la banda de Aldridge, Lachlan Bryan, que se acompañó de una guitarra acústica y supo ganarse las simpatías del respetable gracias a sus esfuerzos por hablar en castellano. En lo musical, ofreció un repertorio relajado, pero cautivador, con el momento álgido de la colaboración de otra compañera de grupo, la bajista Katie Bates, que le ayudó a las voces. Tan sorprendentemente entretenido que se hizo corto.
La protagonista de la velada, Hannah Aldridge, reivindicó desde los primeros instantes la fortaleza de su repertorio, con un temón de poner pelos de punta, como “You Ain’t Worth The Fight”, a la par que hacía gala de una prodigiosa voz. Cualquiera que se piense que todo el country son canciones pastorales para cantar en catequesis, evidentemente debería pegar una escucha a esta jefa no muy alejada de Woven Hand, Slim Cessna’s Auto Club y otras propuestas para encoger el corazón.

En “Portrait of the Artist as a Middle Aged Man” se asemejó a una especie de Lana del Rey, no tan obsesionada con lo vintage, sino más preocupada por escarbar y arañar aquello que no se percibe a simple vista. Y podríamos pensar del mismo modo en el Leonard Cohen más tétrico, el profético de “The Future” o el noctívago expansionista de “First We Take Manhattan”. Palabras mayores.
Nos confesó que creció en Alabama, en un entorno muy religioso, incluso su abuelo era predicador, pero que su próxima canción era de un asesinato, uno más de esos contrastes tan típicos en sus composiciones que recordaban a las célebres ‘Murder Ballads’ de Nick Cave, un álbum de fotos en blanco y negro cuyas páginas se pasaban con notable interés.

Pero no fue todo rumiar miseria, también hubo hasta una pieza coral con las voces de la propia Hannah, la bajista y el teclista. Respecto a su compañera a las cuatro cuerdas, la lideresa dijo que era su mejor amiga, era de Australia y giraban continuamente, algo que se notaba especialmente en la química que existía entre ambas, como si pudieran comunicarse solo con una mirada. Y en otro de esos alardes que rompían la dinámica del show, lo cual siempre se agradece en este reposado palo, la vocalista se quedó a solas con la guitarra en “Unbeliever”, si no me equivoco.
Siguió en esta tónica durante unos temas antes de que nos hablara de Muscle Shoals, su lugar de origen, con una larga tradición musical, desde Bob Dylan hasta Aretha Frankin o The Rolling Stones, que debieron de grabar por la zona. De esta forma presentó una canción compuesta por su laureado progenitor, que llegó a ser “número uno en América”, según explicó. Se trataba, en efecto, de “Modern Day Bonnie and Clyde”, la fijación por vagabundos y forajidos le venía de lejos.

“The Great Divide” nos fue acercando al final del show, junto con “Howlin’ Bones”, que se asemejó a un cántico espiritual entonado desde los campos de algodón, o “Black and White”, que contó con un deslumbrante solo de guitarra por parte de su compi a las seis cuerdas. Mencionar en este aspecto la prodigiosa competencia de su banda al completo, desde el notable guitarrista al comedido pero preciso batería o la carismática bajista Katie Bates, que desde luego vivía con intensidad la experiencia del directo. Otra ocasión más para poner piel de gallina, con un corte que además evocaba la majestuosidad de “Cortez the Killer” de Neil Young.
Lo que tampoco vimos venir es que regresaran para el bis con capas de vampiro, aunque lo entendimos con el broche final de “Vampire”, que poseía bastante aire de ritual a lo Screamin’ Jay Hawkins. No pareció una casualidad que nada más terminar sonara por los altavoces “I Put A Spell On You”, una de las canciones más sensuales de la historia de la música. Touché.
Como suele suceder, la escasa asistencia no fue para nada un indicativo de que lo que se presenciara fuera un espectáculo menor, sino que la calidad fue inversamente proporcional. Y pensar que aquí iniciaba una larga gira por nuestro país de hasta doce fechas. No se la pierdan si pasa por las inmediaciones. Merece la pena de principio a fin. Una muestra de gótico americano para salir satisfecho por completo.
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Un comentario
Buen resumen hacia el currado concierto que se marcó HANNAH ALDRIDGE a través de estos temas en tan conocida sala bilbaina.