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Crónica de Beats Modernos en Barcelona: La cultura García sigue viva

El telón de la gira peninsular de Beats Modernos cayó con un estruendo glorioso en la Sala La Nau de Barcelona. Aquella noche no fue un simple concierto, sino una especie de misa pagana donde la feligresía rockera se reencontró con su dios eléctrico: Charly García. Desde temprano, la cuadra hervía. La gente daba la vuelta a la manzana como si fueran extras en una película que nunca se termina de filmar, cada uno con su historia, su disco rayado, su anécdota con olor a vinilo.

Un pibe con remera de Sui Generis aseguraba que esa noche se iba a tatuar algo “que represente la esencia del bigote”; una chica contaba que había viajado desde Zaragoza “porque al Charly se lo honra en persona”; y un señor mayor repetía que había visto a Serú Girán en el 82, como quien muestra una credencial vitalicia. Así se respiraba: un aire espeso de emoción acumulada, mezcla de mate postergado y perfume a futuro.

En palabras del mismísimo Zorrito Von Quintiero, aquello iba a ser “una celebración de la cultura García”. La frase sonó sencilla, pero ahí adentro significaba muchísimo: historias apiladas, riffs que todos tenemos incrustados en la memoria y esa vibra ochentera que no envejece, como el jean gastado que te acompaña desde la adolescencia. La Nau, con su aforo renovado, parecía lista para estirar sus paredes unos centímetros más, como si supiera que lo que venía no entraba en ningún molde.

La iniciativa había sido craneada por Rosario Ortega, que decidió llevar la obra de Charly a un plano más contemporáneo y electrónico, sin apoyarse en la muleta de la nostalgia. Y no fue una jugada arriesgada: fue una jugada necesaria. Para eso convocó a una orquesta de lujo, un equipo que parecía elegido por el mismísimo Charly en un sueño lúcido: una Selección Argentina del rock, potenciada, vitamínica.

En el centro del escenario estaban los tres pilares fundamentales, esos que ya son parte del ADN emocional de la música argentina. Rosario Ortega, una voz que se desliza entre el azúcar y la acidez, con esa capacidad de cantar como si estuviera recordando algo que todavía no pasó. Zorrito Von Quintiero, siempre desbordando energía y gesto fiestero, con su eterna cara de “no puedo creer que esto es mi vida”. Y Fernando Samalea, el arquitecto del pulso, el tipo cuyo tempo no falla ni si lo despiertan a las tres de la mañana con un redoblante en la cara. Ellos marcaban la brújula.

Pero la mutación de los himnos de Charly hacia beats modernos necesitaba también sangre fresca y músculo técnico. Ahí entraron los refuerzos de lujo. Joaquín Burgos (teclado y voz) parece haber encontrado un atajo a la genética musical: toca como si conociera los teclados de Charly desde antes de nacer.

Sus arreglos electrónicos fueron bisturí y caricia, y su voz en los coros sumó juventud sin insolencia. Dizzy Espeche en guitarra demostró que la guitarra, cuando quiere, puede ser pincel, navaja o sintetizador. Espeche, veterano del sonido afilado, tiró riffs nuevos con perfume a clásico, desplegó texturas dignas de un laboratorio electrónico con alma rockera. Andrés Rot (bajo) fue el ancla funk, el que convierte cualquier rareza rítmica de García en un groove que el cuerpo entiende antes que la cabeza. Y cuando apareció el saxo de Michelle Bliman, el aire cambió: sus melodías se metieron en el tejido electrónico como un puñal de jazz que abre la trama y deja entrar luz.

El show arrancó fuerte, sin anestesia: “Rap del exilio” seguido de “No bombardeen Buenos Aires”. Ahí la sala dejó de ser una sala y pasó a ser una cápsula temporal donde política y beat se abrazaban sin pedir permiso. La gente entendió rápido: esa noche había que estar con los sentidos despiertos, sin piloto automático.

Entre los primeros highlights llegó una sorpresa que dejó a todos con la sonrisa torcida: “Canción para mi muerte” convertida en hit bailable. El piano original, reemplazado por sintetizadores que latían como un corazón recién despierto, y una base rítmica que te obligaba a mover el cuerpo como si la melancolía fuera también un club nocturno. Después vinieron “Bancate ese defecto” (introspectiva pero con brillo) y “Cerca de la revolución”, que levantó la temperatura como un calefactor al rojo vivo.

El tramo central fue más contemplativo, más cerebral: “No soy un extraño”, “Yendo de la cama al living” y “Cinema verité” (joya de Serú Girán) mostraron una banda precisa, respetuosa y a la vez intrépida. Cada arreglo era una forma de decir “esto es Charly, pero también somos nosotros y es hoy”. Hubo un guiño hermoso a la actualidad con “La Lógica del Escorpión”, recordando que Charly, a los 72, sigue siendo más moderno que la mayoría de las playlists de moda.

El final fue una subida interminable, como un tobogán que no quiere terminar nunca. “Buscando un símbolo de paz” abrió la última parte con una calma tensa, seguida por “Promesas sobre el bidet”, cantada casi a capella por una multitud que parecía un solo organismo respirando al mismo tiempo. “Rezo por vos” funcionó como pausa espiritual, como si alguien hubiera abierto una ventana para que entrara aire fresco.

Pero después vino la explosión definitiva: “Fanky”. En cuanto sonaron los primeros acordes, Zorrito salió disparado del teclado y se convirtió en un personaje sacado directamente de un VHS de los ochenta. Bailó, agitó, saludó, gritó, y la gente lo acompañó como si lo conociera de toda la vida. Con la banda toda amuchada en la punta del escenario, la ovación fue un derrumbe de alegría.

Cinco años después de la partida de Diego Armando Maradona, y casi por una casualidad del calendario, apareció una bandera con su cara. El Zorrito, con una camiseta de Diego que recordaba al Che Guevara, levantó la imagen del astro como un homenaje sencillo pero lleno de cariño al ídolo eterno.

El encore fue catarsis pura. “Nos siguen pegando abajo (Pecado mortal)” recordó que la bronca también baila, que la protesta también tiene ritmo. Y “Demoliendo hoteles” cerró la noche con la postal más hermosa: Zorrito haciendo crowdsurfing, llevado por la gente como un santo pagano del rock argentino en medio de una romería eléctrica.

Fue un cierre perfecto. Un sello. Una forma de decir: “Hay pasado, sí, pero sobre todo hay presente”. Y al final, lo más importante: la cultura García (esa que te acompaña como un amigo que nunca se muda lejos) sigue viva, sigue haciendo bien a las personas y sigue sonando, cada vez más, moderna.

MariskalRock.com
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