43 Grados

Hard Rock Blues Metal

Por: Alfredo Villaescusa

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La estética del perdedor se ha cultivado con notable acierto a lo largo de la historia del rock. Con ejemplos tan gloriosos como Johnny Thunders, apóstol maldito nacido para perder en el que se reflejaron Sex Pistols, The Clash y muchos otros, o Tyla de Dogs D’Amour, que lo mismo cantaba a Bukowski que a Errol Flynn o al Valium. Todavía se recuerda aquel salvaje concierto de este último en el que incluso acabó rajándose con una botella. Salvajismo puro.

Si te va todo ese rollo degenerado del rock n’ roll junto con el macarreo escandinavo en la senda de Backyard Babies, definitivamente estás tardando en conocer a 43 Grados, madrileños que se formaron allá por un lejano 1995, pero por diversas circunstancias no consiguieron sacar su primer disco hasta finales de 2019. Metidos una vez en faena, no han tardado tanto esta vez en lanzar una reválida con un descriptivo título que define en líneas generales lo que nos vamos a encontrar en su interior.

De esta manera, asientan coordenadas con “Danza de la muerte”, que posee ese aire de rock n’ roll descarado y chuleta del “Blind In Texas” de W.A.S.P. Con dichos antecedentes, no extraña que en su videoclip intentaran reproducir el ambiente sórdido y de cine negro de las novelas gráficas de Frank Miller. Un universo solo para tipos que no se arrugan ante nada.

“Nunca me quieras” baja las revoluciones, pero para nada la emoción. En este tema me acuerdo más que nunca de “Princess Valium” de Dogs D’Amour, así como de La Frontera, todo un referente patrio en sonidos para calarse sombrero con el lejano Oeste como inspiración. Pelos como escarpias con esa letra descarnada cual cal viva. Para mascar tabaco y ponerse el poncho de Clint Eastwood de la misma.

“Ojos de serpiente”, que hace referencia a una popular jugada de dados, nos lega uno de los puntos más álgidos del redondo, donde se vuelve a tornar obligado acordarse de la banda de Javier Andreu y Toni Marmota. Anda que no encajaría justo después de “Siete calaveras” o “Judas el miserable”, por citar algunas.

“El inquisidor” recupera el ambiente noctívago de fugitivos fuera de la ley que no se fían de nadie, con punteos de los que se clavan en las entrañas y unos coros femeninos que tampoco suelen ser muy frecuentes en este palo y que sin duda proporcionan un toque muy especial. “El blues del esclavo” explota su faceta más tradicional, evocando el tormento de esos seres humanos a los que trataban como animales, mientras que “Noches en el más allá” se acercaría a los Obús más rockeros y suburbiales.

“La horca” parece compuesta para levantar el puño en los conciertos y exprimir la garganta al máximo. Cuidado con los peligros acechantes al llegar a una nueva ciudad. Y “Para siempre” hace una pequeña concesión ante tanta crudeza con punteos épicos y una voz de papel de lija que te raspa hasta el alma. El broche perfecto que invita a acordarse de esos gloriosos tiempos pasados de los que ya no queda ni rastro.

Toda una obra maestra que se pasa como un suspiro para los que acostumbran a dejar los ceniceros llenos de colillas, esos que se van de los sitios sin despedirse ni mirar atrás. Para fans de las drogas, los efluvios alcohólicos, los amores perdidos y los corazones rotos. De la vida de verdad, en general.

Alfredo Villaescusa
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