Crónica del Music Legends Festival 2016: Y al despertar, los dinosaurios seguían allí
14 junio, 2016 2:57 pm Deja tus comentariosCentro La Ola, Sondika (Bizkaia)
Quizás sea por adorar hasta el extremo a Salinger, la ‘Lolita’ de Nabokov o ‘Las vírgenes suicidas’, pero lo cierto es que nos produce cierto repelús acudir a lugares atestados de viejos. Puede que no sea nada más que una ridícula fobia personal, similar a aquella aversión a los cuarentones que describía el gurú Frédéric Beigbeder en su reciente e imprescindible obra repleta de filosofía vital ‘Oona y Salinger’. “Cualquiera puede jugar a ser Dorian Gray sin esconder un retrato maléfico en el desván, basta con que te dejes barba para no ver tu verdadero rostro en el espejo, hagas de disc jockey ocasional pinchando tus viejos singles, lleves camisetas lo suficientemente anchas para que no se distinga tu creciente barriga…”.
Porque Music Legends no tiene nada que ver con un festival masificado al uso, para empezar, hay incluso sillas en frente del escenario, en concreto 191, como nos dijeron los que se tomaron la molestia de contarlas.
Y también existen bancos, hierba para sentarse y hasta desde el frontón que hacía de puesto de avituallamiento uno podía contemplar tranquilamente los conciertos degustando prestigiosas salchichas alemanas. Aquí lo que primaba era el morro fino, ese que detesta el kalimotxo y otras guarradas y abraza un buen Crianza, un Marianito o cualquier otra exquisitez.
Todo ello en un entorno natural privilegiado, ahí en medio del monte, un emplazamiento que algunos veteranos han comparado con el de la Sierra de Gredos, sede habitual de festivales respetuosos con la naturaleza.
Y otro dato reseñable, los conciertos no se prolongan hasta altas horas de la madrugada, sino que terminan con puntualidad británica a las doce de la noche, momento en el que los ancianos pueden regresar a sus casas y no salir hasta el año siguiente y los más atrevidos acercarse hasta alguna zona de copas para continuar con el fiestón.
La última leyenda americana
Debido al cartel tan descompensado entre la primera y la segunda jornada, no sorprendió que a falta de un cabeza con tirón el día inaugural el panorama anduviera un tanto desangelado, en torno a unas 500 almas. Lo gordo llegaría el sábado, los mitos de verdad, por lo que muchos afrontarían la velada con tranquilidad, sin demasiadas expectativas, una suerte de aperitivo de lo que vendría en pocas horas.
Pasando de largo de la perrofláutica Amparo Sánchez, antes conocida como Amparanoia, hubiéramos visto de muy buena gana a David Lindley, guitarrista californiano colaborador de Ry Cooper o Jackson Browne, pero nos confundimos de estación y para cuando encontramos el sitio en su idílico entorno ya estaba sobre las tablas la coalición vallisoletana-madrileña Corizonas formada por miembros de Arizona Baby y Los Coronas.
Presentaban su reciente largo ‘Nueva Dimensión’, del que sonaron precisamente el tema homónimo o “Luces Azules” y dieron un bolo muy decente a la altura de músicos tan reputados como el batería Loza, el espectacular cantante Javier Vielba o el perpetuo dicharachero Fernando Pardo, que terminó reivindicando el rock n’ roll de garito, no sin antes asegurar con cierta chulería que eran “nuestro grupo y cada día el de más gente”. Qué cachondo es siempre este hombre.
Lo cierto es que hemos podido ver a Elliot Murphy en infinidad de ocasiones porque el tipo casi parece afincado en el País Vasco con sus dos o tres visitas por año, pero lo hemos ignorado por la pereza que nos producen la pléyade de imitadores de Dylan o Springsteen. Nunca es tarde para rectificar y admitir la valía del cantautor neoyorquino en las distancias cortas y alabar su recital acompañado de banda que rompió asimismo su rutina de oficiar en solitario.
Con la épica que proporcionaba su himno “Last Of The Rock Stars” en plan intimista y coros a lo Rolling Stones, no tardó en insuflar a la velada cualidades atemporales al combinar con notable acierto la electricidad con los temas sosegados de desbordante carga poética. Un trovador urbano que lo mismo rememoraba al Boss en “I Want To Talk To You” que se rendía al blues rock crepuscular en “Take Your Love Away” o ponía el corazón en un puño con “On Elvis Presley’s Birthday”, un impresionante fresco de la sociedad americana con verborrea dylaniana.
Y para terminar de cerrar el círculo volvió de nuevo a su pieza bandera “Last Of The Rock Stars”, ya en formato puramente eléctrico, y enlazada con un “Shout” de The Isley Brothers que podría animar cualquier guateque. Todavía guardaba un cartucho en la recámara, el “Heroes” de Bowie, que aproximó a la grandilocuencia de Springsteen y lo confirmó como un señor capaz de meterse al público en el bolsillo sin demasiados aspavientos. La última leyenda americana.
Tal vez seamos poco favorables al tan cacareado multiculturalismo, pero la actuación de Los Lobos nos pareció un peñazo soberano, más de una vez estuvimos tentados de desertar, sobre todo cuando sobresalía su lado mexicano con cumbias y demás piezas folclóricas, de hecho, casi caminamos hacia la puerta en cuanto escuchamos la pachanga de despedidas de soltero y verbenas “Volver, Volver”.
Lo que nos hizo quedarnos fue empero su revisión del clásico de la Motown “Papa Was A Rollin’ Stone”, el rock n’ roll vetusto “C’Mon Let’s Go” de Ritchie Valens y algunos cortes blueseros que demostraban su sobrada competencia cuando les daba por tocar en serio. No prescindieron por supuesto de su hit mundial “La Bamba”, con el que alcanzaron el número uno en 1987, aunque en opinión de un servidor se lo podrían meter por donde yo te diga. Hubo por ahí hasta agarrados. ¡Urgh!
Canciones desde el bosque
Y si apenas unas 500 personas se acercaron el viernes, el sábado fue todo lo contrario con una cifra que triplicaría de largo el dato precedente. Se acabó la Arcadia feliz sin colas en barra o servicios y eso se tradujo en una masa variopinta en la que uno podría encontrarse incluso camisetas de Bauhaus o Iron Maiden, síntoma evidente de que la media de edad había bajado considerablemente, pese a que las canas continuaran prevaleciendo en el lugar.
Quizás lo de montar una paella popular tras una caminata desde el centro de la capital vizcaína hasta el recinto La Ola fuera un poco bilbainada, al igual que lo de programar a horas intempestivas a los versioneros Hey Mr. Neken, los getxotarras The Fakeband o el compositor vasco-francés Niko Etxart, cuya carrera artística comenzó a finales de los 60.
Para muchos lo gordo comenzaba con la diva del post punk Nina Hagen, que adelantó su actuación media hora y se despojó de cualquier atisbo de rebeldía juvenil. Sigue conservando esa arrolladora presencia escénica con su cabellera de colores, su impactante maquillaje a lo Siouxsie Sioux y un peculiar sentido del estilismo con falda negra gótica y mallas de jovenzuela que escandalizaría a más de un señor mayor del respetable.
Había en las primeras filas un reducto de germanófilos incondicionales que le pedían temas en alemán y hasta le lanzaban pulseras y diversos objetos, pero por lo que comentamos posteriormente la berlinesa no dejó muy gratas sensaciones, puesto que muchos esperaban que a sus 61 años aún estaría en condiciones de emular sus característicos gorgoritos operísticos de los ochenta.
Pese a que esté muy bien conservada para sus años en el aspecto externo, su voz ha perdido cualquier tonalidad aguda y ahora su forma de cantar se asemeja por completo a Tom Waits o incluso Leonard Cohen, una lija que te raspa el alma y que puede sorprender por su crudeza, algo que le pasa en la actualidad también a Bob Dylan. Aquí entrarían los gustos de cada cual, pero un servidor prefiere cien mil veces una voz con poso, auténtica, machacada por la vida, que cualquier chillido agudo de una jovencita que no ha pegado un palo al agua en su trayectoria y ha confiado todo su encanto al perecedero físico.
Otro de los fallos que se le pueden achacar es que recurriera demasiado al cancionero ajeno, aunque la variedad de géneros fuera impresionante: cabaret siniestro, blues, jazz, rock n’ roll primigenio y hasta canción protesta, como cuando se arrancó con el himno contra las injusticias de Pete Seeger “We Shall Overcome”. Y especialmente desgarradoras resultaron sus adaptaciones del celebérrimo “Summertime” vinculado a hembras con clase del calibre de Billie Holiday o Nina Simone, o un hipnótico “Riders On The Storm” de The Doors tétrico hasta la extenuación.
Conservó su histrionismo incluso a la hora de despedirse con un “adiós, amigos” entonado de manera circense. A veces parecía que le costaba mantenerse en pie un tiempo prolongado, pero tampoco necesitó elaboradas coreografías para llamar la atención. Es todavía un icono musical y estético a la altura de Bowie.
Lo cierto es que no dábamos un duro por Bob Geldof, que parece vivir de las rentas desde la época del mítico ‘Live Aid’ allá por 1985, pero demostró en las distancias cortas tablas dignas de aristócrata del rock. Apeló de primeras al frenético folk irlandés con “The Great Song of Indifference” y no tardó en insuflar poso genuinamente rockero con un “Systematic 6-pack” perteneciente a ‘How To Compose Popular Songs That Will Sell’, lo último que ha editado en estudio.
Acompañado de un viejo violinista con camiseta de rejilla que era para verlo, el ex Boomtown Rats se rodeó de un combo de lujo en el que destacaba su guitarrista tatuado con gafas de Bono que se marcó algún solo de órdago. El antaño activista político rindió homenaje a los clásicos intercalando el “I Wanna Be Your Man” de Lennon y McCartney o el “Boom Boom” de John Lee Hooker, no se avergonzó de su pasado rescatando su himno “I Don’t Like Mondays” y para cuando arremetió con el “Rat Trap” de su antigua banda aquello ya era un mar de brazos levantados y peña enfervorizada. Un grande, otra leyenda de las de verdad.
Y no menos aura legendaria se le podía presuponer a Graham Nash, la voz tenor de los siempre recordados Crosby, Stills, Nash & Young, que no estuvo a la altura de las expectativas desatadas y ofreció en formato dúo un recital intimista de dormir a las piedras, algo totalmente inadecuado para el aire libre y que hubiera tenido más sentido en un teatro o cualquier otro recinto para gatos de escayola que no admiten demasiado desmelene.
Sacó su vena hippie al arremeter contra Donald Trump por “odiar a la gente por su color de piel” y por ello rescató “Mississippi Burning”, un tema que cuenta la historia de tres estudiantes asesinados en el sur profundo a principios de los sesenta por promover el voto entre la comunidad negra. No hace falta añadir que gran parte de su repertorio estuvo centrado en el histórico supergrupo folk en el que militó junto a David Crosby o Stephen Stills como “Cathedral”, “Immigration Man”, “Our House” o el colofón “Teach Your Children” dedicada a “todos los profesores del mundo”. Había que tenerlos cuadrados para aguantar ahí impertérrito.
Tal vez Ian Anderson ya no gaste esa frondosa melena de antaño y su voz se vaya volviendo cada vez más inaudible, pero lo que hoy en día se llama Jethro Tull sigue conservando esa vitola de referencia indispensable en el mundo de la música avalada por casi medio siglo de trayectoria, lo cual ya debería ser suficiente motivo de reverencia. A sus 68 años, el excéntrico amante del curry y los gatos salvajes retiene gran parte de su característico histrionismo, aparte de su clásico movimiento de pata integrado en el logo de la banda desde tiempo inmemorial.
Quizás para reivindicar la memoria arrancaron su bolo de cabeza absoluto de cartel con “Living In The Past”, en versión instrumental antes de condescender con “Thick As A Brick”, una de sus piedras angulares. Con un guitarrista muy heavy a su vera al que solo le faltó hacer molinos con la cabellera, su sonido adquirió una contundencia inaudita, muy alejado de lo que se puede escuchar en estudio, con distorsión a tope y solos estratosféricos que suscitaban la mayoritaria aprobación del respetable. “¡Venga, rubito!”, espoleaban desde la concurrencia a un chaval que debería andar en la veintena y que por edad podría ser el propio hijo de Anderson.
Pero el nivel del resto de la banda no se quedaba atrás, por ejemplo, el del batería, que cosechó asimismo infinitas ovaciones durante su solo en “Dharma For One”. Más discutibles fueron esos prolongados espacios sin que Anderson recurriera a la voz, con el bajista ayudando en algunas estrofas, o recreándose en sus hipnotizantes melodías de flauta, todo un espectáculo que alcanzó su cénit cuando se enzarzó en una peculiar lucha contra su instrumento que incluyó rodillazos al aire.
La complicidad entre Ian y el hacha jovenzuelo era impresionante y gracias a ello adquirieron nuevo lustre piezas míticas como “Songs From The Wood” de 1977 o un imprescindible “Aqualung” con ínfulas apocalípticas, cuyo solo de guitarra fue aclamado hasta reventar. De hecho, el voceras no dudó en animar al muchacho diciéndole que esa noche se podría convertir en “un dios de la guitarra”, algo que sin duda consiguió en su momento de gloria particular recorriéndose el mástil de arriba abajo, sin cortarse en utilizar tapping, ya lo dijimos, si no agitó la cabellera, poco le faltó.
La hora y media de actuación estipulada se nos pasó en un santiamén y echamos de menos exquisiteces como “Budapest” o “Acres Wild”, pero por lo menos tuvieron el detalle de regresar con el único bis “Locomotive Breath”, que por supuesto sonó con una dureza que ni siquiera imaginaría Anderson en sus mejores sueños, ha andado fino al fichar a semejante portento a las seis cuerdas que corrió de un lado a otro del escenario para despedirse igual que si estuviera en el Wembley Arena o cualquier otro pabellón gigantesco. Una inefable coalición entre la solidez de los veteranos y el ímpetu juvenil.
Con este broche de oro se finiquitó este festival de talluditos que no están acabados ni mucho menos. Al igual que en el célebre cuento de Augusto Monterroso, al despertar, los dinosaurios no se habían ido, seguían allí, oteando el horizonte y demostrando que su presencia no es para nada casual, se han ganado la veneración a pulso. En ocasiones, las canas, aparte de marcas externas de envejecimiento, también son galones.
Texto y fotos: Alfredo Villaescusa
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