Crónicas
The Dogs D’Amour: Un pedazo de infierno
«Hay algo de épico en la derrota»
Sala Jimmy Jazz, Vitoria.
Texto y fotos: Alfredo Villaescusa
No se trata tampoco de regodearse en la miseria, sino de asumir la condición propia y llevarlo con dignidad y hasta cierto indisimulado orgullo, como un corte de mangas hacia las repugnantes parejas acarameladas que te miran con desprecio cuando caminan cogidas de la mano y se apartan como si fueras portador de la peste bubónica. Dejemos que perezcan lentamente en su sofá con la voluntad anulada. La existencia gregaria siempre tuvo sus adeptos.
Tyla, ya sea en solitario o en las múltiples reencarnaciones de The Dogs D’Amour, representa el estereotipo del malditismo en el glam rock, música de alcantarilla con glamour y predilección por los excesos. De hecho, no fueron pocos los conocidos que nos preguntaron con curiosidad ante el anuncio de su bolo vitoriano: “Ah, ¿pero siguen vivos?”. Una pregunta que no estaba en absoluto fuera de lugar dado aquel sonado episodio en el que Tyla casi muere desangrado tras rajarse el pecho con una botella rota durante un concierto. Autodestrucción en estado puro.
En consonancia con su aureola decadente, pocos fieles se acercaron hasta la Jimmy Jazz un día de principios de semana, acaso una veintena o treintena de fans muy entregados a los que no asustó el carácter intimista de la cita. Una velada de esas familiares en la que artistas y banda comparten chascarrillos igual que si estuvieran acodados en la barra de un bar a escasos metros uno de otro.
Calentaron el desangelado ambiente los locales Dresden, cuyo metal tradicionalista tampoco pegaba demasiado en la tónica de la noche, pero lo poco que catamos de ellos por lo menos nos dio la impresión de que sudaron la camiseta y se esforzaron por agradar a un público mayoritariamente situado casi al fondo en un imaginario perímetro de seguridad. Ante tal panorama corta rollo, el guitarra no dudó en bajarse del escenario y darse un garbeo por la sala a ver si se desperezaba el personal. Plaza difícil de lidiar.
Otros en una tesitura semejante con cuatro gatos quizás se habrían dado el piro, pero The Dogs D’Amour, y en especial su líder, deben tener ya el culo pelado de tocar en pulgueros para borrachos y demás gente del malvivir. Así que, como si allí hubiera auténticas multitudes, se arrancaron con el country “Billy Two Rivers”, al que insuflaron electricidad en su parte final, antes de mostrar su faceta canalla en “Last Bandit”.
Tyla andaba dicharachero, pero sin llegar a resultar cargante, nos confesó incluso secretos íntimos como que “tocaba con el pollo” ante las carcajadas de los asistentes que le ayudaron a solucionar la metedura de pata idiomática. Una nota distendida previamente a “Bullet Proof Poet”, una de sus piezas más emocionantes dedicada al inmortal gurú Charles Bukowski y que nos puso pelos de punta con su voz cazallera. Para rasgar corazones.
Hay que dejar las cosas claras. Tyla es una suerte de mito viviente a la altura de sus contemporáneos angelinos del otro lado del charco, un tipo cuya mera existencia desafía el orden establecido, un Mefistófeles moderno que ha abandonado por completo la ingrata tarea de capturar almas, puesto que en la actualidad encontrar alguna ya es para darse un canto en los dientes. Quizás no sea el guitarrista más virtuoso del mundo, pero posee esa cualidad de los grandes de verdad como Keith Richards de saber tocar la nota precisa en el momento adecuado. La integridad escuela Johnny Thunders se halla por ahí a nada que se rasque un poco, nunca se desvió de la senda de los malditos.
“The Ballad of Jack” reincidió en la glorificación al alcohol, algo que en estos tiempos tan asquerosamente políticamente correctos debería realizarse por lo menos una vez al día, no está de más recordar las sabias palabras de Thom Yorke que decía sin cortarse un pelo que “emborracharse es la cosa más grandiosa del puto mundo”. Tanta matraca con “cuidarse” y demás que a este paso beber de una botella se convertirá en algo tan vintage como agitar la cabellera.
Los macarras tienen su lado tierno, bien lo demuestra “I Don’t Want You To Go”, con el profeta Tyla mirando al infinito. Y si se necesita más priva para seguir rulando, no hay problema alguno en dejar a la banda en formato instrumental durante el rato necesario. Así se hacen las cosas aquí. El bálsamo “Medicine Man” fue a buen seguro una de las cumbres de la noche, que ganó enteros al fundirse prácticamente con “Everything I Want” de su recordado álbum ‘In The Dynamite Jet Saloon’.
Tyla andaba tan desbocado que hasta se le rompió una cuerda de la guitarra y uno de sus escuderos no dudó en ausentarse del escenario para reparar la misma al momento. Y a la vuelta, las chanzas estaban aseguradas. “Al final va a ser verdad que tocas con la polla”, le gritaron provocando las risas generalizadas. En este contexto bordaron su viejo éxito “Drunk Like Me”, en cuyo estribillo sustituyeron la palabra “drunk” (borracho) por “fucker” (follador). Y con una pena inmensa nos dejaron para los bises pensando que todavía quedaban muchos temazos por tocar como “Princess Valium”, “Sometimes” o “Mr. Barfly”.
Tuvimos suerte de que regresaran para los colgaos que aguantábamos allí y disfrutamos de lo lindo con el grandioso homenaje al celuloide de “Errol Flynn” entonando hasta reventar los coros de su vaquero estribillo. Y “Satellite Kid” fue otro afectuoso abrazo a los descarriados como los ángeles que van caminando entre ruinas de ‘El cielo sobre Berlín’. Después de bajar a las profundidades y a las cloacas del exceso, se antojó todo un caramelo y un derroche de clase afrontar “We’ll Meet Again” de Vera Lynn, popular artista inglesa que alcanzó su cenit durante la Segunda Guerra Mundial hasta al punto de recibir el apodo de “la novia de las Fuerzas Armadas”. Firmes.
Se nos hizo cortísimo el recital, pese a llegar casi a las dos horas, pero aceptamos muy gustosamente ese pedazo de infierno que nos ofreció Tyla en un ambiente tan selecto. Quizás tenga algo de regalo envenenado lo de conocer las penas de otro, meterse en su mundo y asomarse juntos al abismo mirando fijamente al fondo. Pocas cosas existen más agradables que saltar al vacío acompañado. Sin soltar la mano.
Texto y fotos: Alfredo Villaescusa
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