Crónicas
A Place To Bury Strangers + Numb.er: Salvajismo hipnótico
«Había una especie de componente masoquista en la noche y no me habría escandalizado si me hubieran dicho que varios de los asistentes disfrutaban de los azotes en la intimidad»
30 agosto 2018
Sala Moby Dick, Madrid
Texto y fotos: Alfredo Villaescusa
Siempre nos atrae lo que no nos conviene. En vez de llevar una vida apacible y desprovista de preocupaciones, decidimos complicarnos la existencia lanzándonos al precipicio de cabeza con voluntad suicida sin reparar en las consecuencias. Entramos en una burbuja casi aislada del exterior en la que todo lo que no sea satisfacer la dosis es accesorio y ya se sabe que algunas cosas pueden resultar bastante más adictivas que las drogas. Pero uno vendería hasta el alma por alcanzar esa inefable sensación de trance que te saca de un plumazo de la monotonía y por la que se paga el precio que sea. El famoso pacto de Fausto con Mefistófeles saldría a cuenta. Quédese con las vueltas, por favor.
De cierta naturaleza perversa hacen gala en directo los neoyorquinos A Place To Bury Strangers. De sobra es conocida su pasión por el ruido heredera de The Jesus & Mary Chain y su adquirida reputación por shows estruendosos que escandalizarían a cualquier tiquis miquis o fan del rock progresivo. Podrían destrozarte los tímpanos si se lo propusieran, pero ahí aguantarías, impertérrito, con una sonrisa en los labios, igual que si fuera una dulce condena o una chica complicada plagada de dudas cuyos encantos superan en gran medida los inconvenientes. No hay futuro.
Tal vez por su indiscutible tirón entre el mundo indie, prácticamente se daba por sentado que agotaría entradas esta irreverente propuesta de la promotora La Estanquera. Había por la sala una desmedida multitud de camisas floreadas que anticipaban la llegada de la temporada de otoño a algún centro comercial, aunque también algunos irreductibles con ropajes negros justificaban aquella etiqueta de “gothgaze” que se suele aplicar a su música entre los más enteradillos.
En perfecta sintonía con la velada abrieron los angelinos Numb.er, quizás demasiado obsesionados por Joy Division y los sintetizadores hasta el punto de asimilarse a una más de las miles de bandas en ese rollo que pululan por el panorama internacional. Hubo coros femeninos hipnóticos y de vez en cuando alguna porción de ruido ensimismante, pero tampoco puede decirse que nos cambiaran la vida. Y eso que en estudio prometían lo suyo, impresiones que se disiparon en cuanto pisaron el escenario. Postureo intelectual.
Como si fueran canallas decimonónicos a los que su fama les precedía, A Place To Bury Strangers no defraudaron en absoluto respecto a lo que se esperaba de ellos. Tanta niebla como en un bolo de Sisters Of Mercy, flasheados para inducir a la epilepsia y proyecciones que parecían de la bailarina Anna Pavlova, según nos informaron posteriormente, conformaron un peculiar universo del que resultaba difícil abstraerse. Ese concepto de peligrosidad, que decían que tenían los bolos de Iggy Pop en sus inicios, sigue muy presente en su noción del espectáculo. Podría suceder lo inimaginable, por ejemplo, escuchar extraños sonidos que rememoraban las aspas de un helicóptero o que su vocalista agarrara un foco del suelo para deslumbrar a la peña. Chaladura total.
A la manera en que uno se sumerge en uno de esos sueños en los que una caída se torna inevitable, así de opresivo resultó el recital de los de Brooklyn. Y es que desde “Dead Beat” aquello se asemejó a una suerte de placer sadomasoquista en el que la fusta la aportaban el fuzz, el reverb y todos esos efectos que logran el apabullante muro de sonido ensordecedor por el que son reconocidos en la escena alternativa. Había que estar muy de colocón o metido en la movida para disfrutar de semejante apisonadora sónica en plenitud. Dado que en el recinto no cabía un alfiler, no pudimos acomodarnos en las primeras filas para que nos reventaran la cabeza, como nos hubiera gustado, pero la destructora onda expansiva era tal que hasta sobrecogía estando cerca de la barra. Un océano chirriante.
Sorprendió que no interpretaran demasiados cortes de su reseñable último disco ‘Pinned’, un trabajo determinante en su carrera por la aportación de la batería Lia Simon Braswell y sus coros hipnóticos que han provocado un cambio drástico en su sonido. Nos quedamos con las ganas de escuchar “Execution”, pero por lo menos condescendieron con el arrastrado “There’s Only One Of Us” y casi tocamos el éter rechinante con “To Fix The Gash In Your Head”, ideal para amordazar a alguien en una silla.
El que buscara interacción con el público, charlitas buenrollistas sobre refugiados o agradecimientos se había confundido de lugar, el trío no abrió la boca en todo el concierto, lo cual se agradeció, puesto que a un servidor cada vez le cansan más mierdas del estilo de dar palmas o cantar “oe, oe”. Eso no significa que resultaran fríos ni por asomo, cada cual expresa las emociones a su manera, y de vez en cuando se pudo ver al bajista entre la muchedumbre antes de que elevaran un láser a modo de nave espacial. El poder del caos.
Otro de los puntos álgidos fue “Never Coming Back”, que alude quizás a la faceta más melódica de The Jesus & Mary Chain o The Raveonettes. Y en esa senda podrían haber continuado durante un buen rato para que los fans del ruido alcanzáramos un éxtasis místico, en su lugar, terminaron abruptamente y nos dejaron con las ganas de seguir inmersos en su voladura descontrolada de convencionalismos. Ni siquiera se despidieron, soltaron la bomba de humo, o lo que los millennials llaman ahora ghosting, y todos contentos.
Porque lo cierto es que no hubo ni un solo reproche mientras desgranaban su repertorio, la peña parecía incluso disfrutar cuando se ponían más burros. Como hemos dicho, había una especie de componente masoquista en la noche y no me habría escandalizado si me hubieran dicho que varios de los asistentes disfrutaban de los azotes en la intimidad, de los golpes sonoros a los físicos tampoco debe haber mucha distancia. Quizás con las contribuciones vocales de su batería hayan perdido cierta rotundidad, pero han ganado de largo en profundidad y matices. Y en salvajismo hipnótico hasta sangrar. ¡Zas!
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