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Crónica de The Hives + Snõõper + Yard Act en Madrid: Lejos de la perfección, cerca de lo irresistible

The Hives sirvieron de testimonio de algo genuino pero fugaz; al día siguiente, lunes de nuevo, con la ciudad retomando su forma fría, mientras, en algún rincón de la memoria, quedaría el rastro de haber estado, al menos por unas horas, tan cerca del desvarío como de la costumbre.

El Movistar Arena de Madrid se sacudió el domingo de encima con esa especie de zumbido colectivo que surge cuando algo incómodo, casi electrizante, va a suceder y nadie quiere admitirlo antes de tiempo. El día pedía disfraz y máscara para saciar esa curiosidad animal de quien busca salir de la previsibilidad urbana, aunque solo fuera por unas horas.

Snõõper abrió con una celebración del caos medido, luciendo aspavientos, saltos y muppets para deslumbrar a la audiencia gracias a un bajo desbocado y a esos detalles de punk caótico y electrónica experimental que arrastraron con entusiasmo a los que aún iban llegando a la sala. Lejos quedaba su Nashville natal, de la que no ha bebido su música, que vive de la explosión de sus temas de dos minutos: absurdo e incendiario.

Yard Act siguió: humor de azucarillo, algún comentario balbuceado en español y letras llenas de desconfianza, a ratos rozando el sarcasmo, a ratos puro monólogo interior. El pie roto del cantante fue la mejor coartada para eludir el baile, aunque aquello fue un gesto mínimo; sus canciones, sin buscar cátedra, funcionaron tanto como su pose. Aquel post-punk seco supuso una tregua en la costumbre de pedir a los teloneros que sean mejores de lo que nunca serán.

The Hives

Sonó el timbre invisible de las 21:30 y todo argumento racional se deshizo frente al impacto de The Hives tomando el escenario, vestidos con esa mezcla imposible entre crooner de casino y villano de película muda. El blanco y negro, los bordes de luz y la torpeza estudiada ni siquiera intentaban seducir: era más bien una invasión.

Pelle Almqvist nunca ha necesitado un carisma calculado: funciona por acumulación, por exceso, por agotamiento. Signos de mando sin promesa; el público lo sabe y se deja conducir por el laberinto. Es como si los micrófonos orbitasen sobre él por voluntad propia. “¿Están fucking listos, Madrid?” fue una de sus muchas frases en su maravilloso castellano improvisado. “Madrileños y madrileñas, gatos y gatas”, así se ganó al público en los primeros acordes de “Enough Is Enough” y “Walk Idiot Walk”.

La escenografía fue otro de los aciertos de la banda sueca: la desnudez del escenario, sobre el que posaban las cinco esferas con su nombre, fue suficiente para demostrar que la actitud está por encima del exceso ambiental.

Con “Paint a Picture” ya tenían a la platea dando codazos a ritmo de punk rock justo antes de quedarse congelados sobre el escenario y aterrizar en “Main Offender”: primera bajada de Pelle al público y primera coreografía con las luces apagadas para deslumbrar con sus trajes LED.

Temas nuevos conviviendo con viejos himnos rebotaron por el recinto con una intensidad que nadie se molestó en fingir que contenía cierta nostalgia. La banda, lejos de buscar la perfección, apostó por la fricción continua: si algo fallaba, se celebraba; si un cable se cruzaba, daba igual. La esencia era ese temblor de las noches vividas mucho después de que el rock fuera una moda de playlists. Hubo quien pensó que toda la sofisticación técnica del Movistar se estrellaba contra la tosquedad voluntaria de los suecos, pero ellos saben que el directo verdadero se mide en errores que hacen más escuela que las virtudes impecables.

“¿Estáis bien? Pues os voy a deprimir con la siguiente canción". Entre canción y canción, algún chiste absurdo, bromas que solo entendería un sueco trasnochado, y esa complicidad que The Hives administran como quien reparte caramelos en Halloween: inesperada y gratuita, pero irresistible. El setlist jugó con temas lanzados como cuchillos: “Hate to Say I Told You So”, “I’m Alive” (con la que recordó su primer concierto en Madrid, en 1998), “Tick Tick Boom”… todo sin respiro, con la sección rítmica empecinada en no dejar espacio al bostezo.

No hubo épica impostada ni proclamas: el concierto fue una desbandada controlada, una invitación a dejarse arrastrar por la certeza de que mañana todo seguirá idéntico, salvo el pulso agitado del que estuvo ahí. Olvidando los posados para redes, solo viviendo el presente en estado líquido.

Quedó muy claro que la banda respalda a Pelle como soldados con guantes de satén, ajenos al cansancio y a los títulos honoríficos. Todos, además, escoltados por un ninja (no es ninguna metáfora) que hacía las veces de backliner, pipa y percusionista.

Quedaba aún una buena traca, pero Pelle, fiel a su estilo de gurú bufón, aseguraba que todos íbamos a pagar con sudor, saltos y gritos si queríamos que continuaran en escena. Por eso, “Come On!” sonó a himno y “Tick Tick Boom” a profecía, haciendo que el enorme frontman se convirtiera en una suerte de Moisés de masas, abriendo un camino entre el público ante el que nadie se resistió.

El capítulo final tampoco ofrecía redención; más bien parecía evadir cualquier cierre formal: “Legalize Living” y “Bigger Hole to Fill” sonaron como un relámpago. Nadie pide a The Hives que envejezcan bien ni reformen el género; lo único urgente es que sigan manejando la tensión de un concierto como quien desafía la gravedad en cada salto, teniendo claro que “The Hives Forever Forever The Hives” iba a ser coreada para despedir su vuelta a la capital.

The Hives sirvieron de testimonio de algo genuino pero fugaz. Al día siguiente, lunes de nuevo, con la ciudad retomando su forma fría, mientras, en algún rincón de la memoria, quedaría el rastro de haber estado, al menos por unas horas, tan cerca del desvarío como de la costumbre. El calendario podía marcar domingo, pero la piel recuerda ahora lo que es un incendio verdadero.

MariskalRock.com
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