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Crónica de Parkway Drive + The Amity Affliction + Thy Art Is Murder en Barcelona: Un crisol de metal australiano

La noche otoñal de noviembre en el Sant Jordi Club no es un concierto; es una invocación. Parkway Drive desciende sobre Barcelona como una tormenta programada, una bestia de veinte años que ruge más viva que nunca. Desde los primeros latidos, el recinto se transforma en un crisol de metal australiano, un templo efímero donde luces, humo y cuerpos se funden en una misma respiración. El aire vibra, denso, eléctrico, y cada mirada en la multitud parece una chispa esperando el estallido. Miles de almas laten como un solo corazón dispuesto al sacrificio sonoro.

The Amity Affliction abre el ritual con melodía y melancolía, pero sin perder filo. “Pittsburgh” y “Drag the Lake” suenan como confesiones gritadas desde el borde del abismo, y el público responde con coros que se elevan como plegarias eléctricas. La dualidad entre las voces limpias y los gritos desgarrados de Joel Birch crea un oleaje emocional que sube y baja, un vaivén de luz y sombra que envuelve a todos. “Death’s Hand” y “It’s Hell Down Here” prenden fuego al aire; el recinto ya arde, y cada mirada busca el momento en que los elegidos crucen el umbral.

The Amity Affliction

Thy Art Is Murder no entra, irrumpe. No tocan, embisten. Cada breakdown es un martillo cayendo sobre el pecho. “Blood Throne”, “Fur and Claw” y “Death Squad Anthem” convierten el suelo en un campo de batalla. Las cabezas se mueven al unísono, el mosh pit se abre como un ojo de furia y “Holy War” cae como una bomba moral, recordando que el metal también puede ser mensaje. “The Purest Strain of Hate” clausura su set con brutalidad quirúrgica, dejando el aire espeso, cargado de sudor y rabia. Y entonces, silencio. Un silencio que pesa.

Thy Art is Murder

Dos abanderados cruzan el escenario como heraldos de un imperio. La tensión se puede morder. El telón cae y Parkway Drive emerge entre llamas. No entran, reclaman su trono. “Carrion” abre el portal con el baterista Ben Gordon apareciendo desde una plataforma adelantada, martillando el aire frente al público mientras el resto de la banda lo sigue como guardianes invocados. El rugido del tema se siente como un ejército en marcha, como si cada golpe de bombo fuera una orden de ataque. Sin pausa, “Prey” continúa la tormenta; la batería vuelve a la vanguardia, marcando el pulso de una multitud que ya no salta, se sacude como un océano. La energía es física, casi violenta, como si el suelo mismo respirara con ellos.

Parkway Drive

Con “Glitch”, el escenario estalla: fuego, pirotecnia, luces que ciegan y riffs que cortan el aire. Cada canción es un acto de guerra escenificado con precisión cinematográfica. En “Vice Grip” y “Sacred”, el público se convierte en un coro de miles; los brazos en alto son llamaradas humanas, una ola de fuego vivo. “Boneyards” revive el metalcore más primitivo y la pista se transforma en un torbellino de cuerpos, sudor y nostalgia.

Jeff Ling (Parkway Drive), a la guitarra

Winston McCall, enfundado en una camiseta de malla negra, regresa al centro para “Idols and Anchors”. Esta vez sube a una tarima en medio del público, dirigiendo el circle pit como un capitán que enfrenta su propia tormenta. Desde allí, el suelo tiembla bajo los pies, y el círculo se convierte en un remolino perfecto de caos y comunión. Hay una conexión casi ritual entre banda y audiencia, un pacto invisible que los une en una danza violenta pero hermosa.

El fuego deja de ser un efecto; se convierte en lenguaje. Cada llamarada responde a un riff, cada explosión es un latido. El espectáculo no solo suena, respira, se mueve, cuenta una historia hecha de luz, músculo y fe.

Jia O'Connor, a las cuatro cuerdas con Parkway Drive

En “Darker Still” y “Chronos”, violines y violonchelos se entrelazan con la distorsión de las guitarras, y el metal se vuelve épico, cinematográfico, casi sagrado. Winston canta “Wishing Wells” empapado bajo una lluvia teatral, con la voz convertida en exorcismo, gritando con el alma abierta de par en par. En “Crushed”, las llamas lo envuelven, y el público ruge con una sola garganta, como si cada grito fuera una chispa más del incendio colectivo.

El bis llega como una tormenta final. Tras un solo de batería giratorio que desafía la gravedad, la banda reaparece entre humo y relámpagos. “Crushed” vuelve a golpear, más brutal, más enorme, como si el techo fuera a ceder ante el peso del sonido. Pero el cierre, el verdadero final, pertenece a “Wild Eyes”. Cuando suena ese riff, el público se enciende. Miles de voces se funden en una sola para gritar: “Somos los diamantes que eligen quedarse como carbón”. No es un coro, es una declaración. Es la voz de una generación que resiste, que sangra, que no se enfría.

Y cuando el último acorde se disuelve en el aire, el Club Sant Jordi huele a queroseno, a metal fundido, a promesa cumplida. Los rostros iluminados por las brasas del escenario sonríen, exhaustos y extasiados. Parkway Drive no ofrece un concierto, abre un portal a otro mundo. Dos décadas después, su fuego no se apaga. Arde más fuerte, más hermoso, más vivo que nunca.

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