La noche del pasado viernes, el Movistar Arena de Madrid se convirtió en un templo del rock español. Loquillo regresó a la capital con su gira Corazones legendarios, dejando claro que su papel de figura irreductible del género no se negocia. A sus 64 años, José María Sanz demostró por qué sigue siendo uno de los pocos artistas capaces de llenar un recinto de esas dimensiones con un repertorio sustentado en convicción, presencia escénica y un respeto reverencial por su propio legado.
El concierto comenzó puntual. Sonaban los primeros acordes de “En las calles de Madrid” cuando el Loco salía a escena con su indiscutible pose de rock star. Sin concesiones, encadenó “Línea clara”, “María” y “El mundo necesita hombres objeto”, himnos que servían como carta de presentación de lo que estaba por venir: un repaso por una trayectoria que sigue viva con canciones que envejecen a la par que su autor, ganando profundidad sin perder filo.
Firme, hierático, sin un gesto de más, aunque más bailongo y sonriente de lo habitual, Loquillo fue soltando declaraciones de intenciones con esa voz grave que mezcla autoridad y melancolía. “Soy un Frankenstein de todas las personas y lugares que he visitado”, dijo antes de atacar “Los buscadores”, frase que sonó a resumen de vida y de carrera. Loquillo, efectivamente, es un collage de épocas, estilos y actitudes, y las funde con una coherencia que pocos en este país han sabido alcanzar.
El primer tramo del concierto, dominado por la tensión controlada y una banda en estado de gracia, dio paso a momentos de una emoción genuina. “Cruzando el paraíso” sirvió como bisagra entre la energía del principio y el tramo más introspectivo de la noche. Entonces llegaron “Memoria de jóvenes airados” y “El rompeolas”, la sempiterna joya de Sabino Méndez que suena, gracias al nuevo trabajo, mucho más intensa y sabrosa, y que el Loco interpretó con esa mezcla de serenidad y rebeldía que solo da el paso del tiempo. Pudimos ver al Loquillo más sentido, saboreando palabra por palabra mientras el Movistar Arena parecía contener la respiración.
La guitarra de Igor Paskual brilló con especial fuerza, firme aliada de un repertorio que exige precisión y narrativa. El concierto elevó su intensidad cuando anunció la aparición sorpresa de su gran amiga y aliada: Alaska, la reina del glam, que llegó para acompañarlo precisamente en “Rey del glam”. Llevaban 40 años sin juntarse en el mismo escenario y convirtieron el momento en un homenaje a una era que ambos ayudaron a definir y que, casi medio siglo después, aún sigue latiendo.
Aunque el show fue, por momentos, solemne y reflexivo, también hubo lugar para la comunión colectiva: “Rock and roll actitud” desató el coro del público de varias generaciones, y “La mataré”, para mí, el mejor tema de la noche, levantó más de un suspiro entre quienes crecieron en los ochenta. Con “Besos robados” y “El ritmo del garaje” volvió el Loquillo callejero, el del tupé imbatible y las noches de humo - no faltó el cigarrillo en el escenario - y carretera. “Gracias, Madrid”, dijo, mirando hacia arriba con una mezcla de orgullo y ternura, consciente de que lo que quedaba por venir no era un epílogo, sino una clausura.
Antes del broche de oro, quiso dedicar unas palabras a los años difíciles de pandemia, recordando a su equipo y a quienes resistieron el embate. “Seguimos remando, como barcos en contra de la corriente”, citó, evocando a F. Scott Fitzgerald. Sin embargo, un pequeño incidente político ensombreció el momento: gritos aislados en el público contra Pedro Sánchez que él capeó con dignidad, retomando la interpretación sin perder la compostura. Fue un recordatorio de los tiempos crispados que corren, incluso dentro del rock.
El tramo final, con “Feo, fuerte y formal” y “Rock and roll star”, sirvió para llegar al clímax emocional con “Cadillac solitario”. No hicieron falta fuegos artificiales: solo un hombre, su voz, y miles de gargantas que terminaron la canción por él. Durante unos segundos, el silencio que siguió fue total, casi sagrado.
Loquillo no necesita reinventarse. La suya es una resistencia estética y vital. En el Movistar Arena no hubo trucos: hubo historia, memoria y oficio. Cada gesto, cada mirada y cada silencio tuvo el peso de una carrera que se ha construido a contracorriente. “El óxido nunca duerme”, decían Neil Young y Sabino Méndez; Loquillo lo sabe bien. Por eso, sigue en pie, agarrado a su propia leyenda; fiel al viejo pacto entre coherencia y rebeldía que lo mantiene como uno de los últimos gigantes del rock español.
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