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Crónica de Larkin Poe en Madrid: El ADN de las raíces norteamericanas

El pasado viernes La Riviera ardía por dentro, con dos hermanas de Georgia dispuestas a hacer del escenario su terreno salvaje. Nada de saludos de cortesía ni calentamiento: Rebecca y Megan Lovell aparecieron directas a degüello, como un vendaval que no avisa.

"Nowhere Fast" rajó la noche desde el primer segundo, la garganta seca de Rebecca disparando versos como si llevara meses acumulándolos, el lap steel de Megan, suspendido en el aire como un arma blanca, abriendo heridas entre el público a base de slides crudos y precisos. El público, ese público madrileño que viene con la tensión bajo el brazo después de una dura semana, quedó helado, luego hipnotizado.

Lo que distingue a Larkin Poe no es la pulcritud técnica, aunque Rebecca toca con la precisión de quien ha gastado miles de horas en conversación íntima con su guitarra, sino la capacidad de sostener contradicciones: la dureza y la fragilidad, abrazándose en duelo perpetuo.

Cuando la banda ataca temas como "Summertime Sunset" o "Bluephoria", lo que sale disparado desde el escenario es pura tensión contenida, como un muelle a punto de saltar. El blues deja de ser género: es un idioma visceral, tan áspero como certero. Megan no desliza el slide, lo arrastra desde las entrañas, melodías que no suenan a técnica, sino a confesión, mientras Rebecca convierte el micrófono en un bisturí emocional: nada de suavidad, solo urgencia, alzándose como las alumnas aventajadas de bandas como ZZ Top, The Allman Brothers o Led Zeppelin.

El concierto respiraba. Subía, bajaba, se recomponía. Esa arquitectura es lo que distingue a bandas que entienden que el rock no es ruido sino construcción. "If God Is a Woman" trajo consigo un aire gótico, casi religioso, oscuro, que puso a todos en pie de guerra interior. La sala entera, mudando en catedral incendiada, acompañó cada estribillo sin saber si estaba en un rito o en una revuelta.

El nuevo disco, 'Bloom', flota por toda la velada no como imposición, sino como evolución natural del viaje creativo de dos mujeres que jamás se han dejado encasillar en categorías demasiado cómodas. No es que hayan abandonado el blues sureño de sus raíces, sino que le han sumado capas de reflexión, madurez y esa particular forma que tienen de procesar el mundo que habitamos.

El tramo acústico, ese momento de vulnerabilidad real, sin maquillaje, fue un alto en la tormenta. "Southern Comfort", "Little Bit" y una pizca de folk y bluegrass con el público respirando hondo, como esperando una redención que nunca llega del todo. La sensación era de comunión: dos hermanas a centímetros una de la otra, cruzando voces como si su vida dependiera de ello, y la audiencia al filo, entre la contemplación y el temblor.

Este set funciona como recordatorio de que vinieron de un lugar donde la música se hacía en iglesias y porches, donde la tradición de la Americana fluyó por sus venas desde antes de poder hablar. La reflexión también se centra en temas nada convencionales: las enfermedades mentales se convertían en canción, recordando su pasado familiar en el espejo de la esquizofrenia que sufría su propio abuelo.

Tarka Layman al bajo, Ben Satterlee a la batería y Lucas Pettee a los teclados abandonaron sus instrumentos para reunirse en un minúsculo círculo en torno a un micrófono, amplificadores apagados, solo la madera desnuda de las acústicas, la mandolina, el cajón o el contrabajo.

Todo con el fin de enmudecer a la sala, ávida de disfrutar de algo que importa, algo que será recordado: el ADN compartido no solo en la sangre sino en la comunión de hermanas que entienden las armonías a la perfección. Su vínculo familiar no es visible solo en sus armonías o en los momentos donde se miran durante los solos, sino en cómo comprenden exactamente cuándo ceder espacio y cuándo ocuparlo, cuándo brillar y cuándo dejar que la otra ilumine.

Por si quedaban dudas, la vuelta a lo eléctrico borró de un golpe cualquier atisbo de melancolía, sin transición suave, un corte en seco. "Bad Spell" y "Bolt Cutters and the Family Name" pusieron las cosas en su sitio: nadie va a salvarte más que el sudor y la electricidad del momento.

Cuando cerraron con "Bloom Again", la canción que escribieron siguiendo el consejo de Mike Campbell sobre cómo los Everly Brothers hacían duetos, la sala entendió lo que estaba pasando: no era nostalgia, no era homenaje, era la asimilación total de una tradición, su transformación interior, su resurrección en forma de acto presente.

El rock en manos de Larkin Poe es una cuestión de carne y hueso, no de nostalgia ni virtuosismo vacío. Rebecca y Megan tocaron como si en ese momento no existiera futuro, solo la arena de ese viernes donde miles de cuerpos temblaban en sintonía con el feedback de las guitarras.

Estos son los bolos que le cambian el pulso a una ciudad, aunque solo sea hasta el siguiente viernes. Eso es lo que hace una actuación de verdad: deja el territorio transformado, hace que los espectadores duden sobre si la sala volverá a ser la misma a la mañana siguiente.

MariskalRock.com
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